Cuento corto de Mónica Bardi
Moira se quedó dormida al instante y entró en esa cálida relajación oscura de desconocidos mundos circulares donde la navegación es siempre a ciegas. El primer tramo del sueño fue profundo y reparador. Pero luego vino el tramo del pis y no hubo más remedio que levantarse para sentarse en el receptáculo apropiado o inodoro, (pero no Pereyra, solo entendible para argentinos de cierta edad).
Esto le acarreó un inevitable desvelo que intentó gestionar leyendo. Siempre en papel, sin pantallas ni pantallitas.
Por fin llega el segundo tramo del dormir con ensoñaciones variadas. Y Moira soñó. Soñó que una bella dama toda vestida de blanco se acercó a su cama, acompañada de un aroma fresco y frutal. Sonreía con dulzura. Era gigantesca y evanescente; flotante y prodigiosa. Parecía emerger de la lámpara de Aladín; emanaba ternura a los cuatro puntos cardinales mientras el dormitorio, gradualmente, adquiría una luz propia. El techo se sembró de estrellas que seguían su viaje ajenas a todo.
La giganta estiró sus brazos, recogió a Moira en ellos como si fuera una niña pequeña y, siempre sonriendo, se la llevó, junto con el libro que estaba leyendo.
Moira ya no quiso despertar.