jueves, 17 de julio de 2025

SIESTA

 Cuento corto de Mónica Bardi

Acrílico sobre lienzo (fragmento)

Hacía mucho que ella no lograba caer  desmayada en esas siestas reparadoras que se tienen de joven. No era joven y, ya se sabe, los viejos duermen poco. Pero esa fresca tarde, luego de la ola de calor, lo logró. Se durmió como un bebé. Entonces un sueño mágico empezó a tejer un cuento sublime con absoluta irresponsabilidad.

Soñó y soñó que charlaba con un hombre agradable y sonriente al que, aparentemente, acababa de conocer  aunque se percibía de forma subliminal una fuerte sintonía. Una atracción. 

Había, de fondo, un mar rumoroso y médanos hospitalarios que enmarcaban una apropiada atmósfera de romance en ciernes. La lenta conversación no importaba en absoluto pero sí esa sensación indescifrable de amor naciente, de amalgama afectiva. El flechazo, que le dicen, pero no exactamente. 

Las miradas hablaban por si solas. En unos momentos, se largaban a nadar en cielos nublados acompañando a las gaviotas; en otros momentos caminaban relajadamente sobre aguas frías y serenas; apenas rozándose, mientras esa sugestión sobrenatural aumentaba y multiplicaba una narrativa llena de sobreentendidos: una loca libertad que sólo existe en un territorio soñado. Nunca se le hubiera ocurrido que una ensoñación por si sola sería capaz de verter en su torrente sanguíneo esas endorfinas que reedituaran con enorme nitidez emociones que creía olvidadas. 

Luego de un rato, él comentó que le había entrado agua en un oído y entonces ambos decidieron ir a una farmacia a buscar remedios para la otitis. Pero nada de eso importaba: lo decían como quien dice que va a la verdulería a comprar lechuga. Lo que realmente tenía sentido era ese deleite de seguir haciendo algo juntos. 

Salieron de la farmacia y ella, espontáneamente, se aferró a su brazo. Caminaron y pasearon dichosos en una fascinante travesía sin futuro. Como el flâneur de Baudelaire, el paseante que está siendo parte de algo pero que también está aparte de todo porque nada importa: solo el presente. No había desconfianza ni zonas oscuras: sin conocerse, ya compartían algo glorioso,  una comunicación irrepetible. Y eso, en el sueño, se podía casi tocar con la mano.  

Entonces ella se fue despertando,  sintiendo un bienestar absoluto, segura de haber vivido un amor que alguna vez conoció despierta. Se quedó un largo rato relajada, con los ojos cerrados,  saboreando la efímera excursión onírica. Todavía circulaban en su sangre esos mediadores químicos de la felicidad, porque los sentía, y quiso prolongarlos lo más posible: era como una abundancia venturosa que se vivía con el cuerpo entero. Recordó con extrañeza que no había en el sueño carga erótica ninguna, pero sí mucho más: una gran comunión espiritual con un ser que no se parecía a nadie que ella conociera.  

Mientras tanto, la imagen del tipo divino  se iba desdibujando lentamente sin abandonar la sonrisa, alejándose y dejándola otra vez sola. Si el nocturno de Chopin es lo más parecido que se ha escrito en piano a una despedida sin palabras, esa música acompañaba el despertar de una experiencia inédita. 

Con gran agradecimiento a la vida por tan inesperado regalo y todavía medio conmocionada, se sentó y se aferró al borde de la cama, sonriendo; luego, a sus muletas y, como siempre, ignorando años, dolores y molestias, se fue a hacer la comida para la cena. Pronto llegaría su familia. 

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Dice JORGE ALEMÁN (ensayista argentino): El psicoanálisis no es una ciencia: "se ocupa de todo aquéllo que la ciencia deshecha: los sueños, los lapsus, las pasiones insensatas, el amor en estado de confusión. Pero eso le abre a otra verdad. Permite conocernos a nosotros mismos. Y saber dónde uno está situado con respecto a los lazos sociales".



miércoles, 16 de julio de 2025

HUMANIDAD

 


El Gallego y el Harrier: historia de un disparo, un abrigo y un abrazo

Lo conocí siendo muy joven, cuando aún me temblaban las manos y el alma por rendir las pruebas de ingreso al Curso de Comandos del Ejército Argentino. Aquel día, entre los evaluadores, estaba él: el entonces teniente primero Sergio Fernández, al que todos llamaban simplemente “el Gallego”. Serio, preciso, con esa sobriedad que tienen los que no necesitan levantar la voz para que los escuchen. Todavía no tenía la boina verde, pero ya intuía que estaba frente a alguien que la honraba con cada paso.

Con los años, tuve la fortuna de compartir destino, marchas, cursos y vivencias con él. Era un soldado a toda prueba. Profesional, dedicado, de esos que cuando las cosas se ponían difíciles, caminaban adelante. Un tipo que jamás dejó atrás a un compañero, que siempre estuvo atento a quien aflojaba, no para señalarlo, sino para tenderle la mano y levantarlo.

En mayo del ‘82, en pleno conflicto de Malvinas, al Gallego le tocó vivir una de esas injusticias tácticas que solo entienden los que estuvieron ahí. El 19 de mayo, sabiendo que el desembarco inglés en isla Soledad era inminente, Menéndez y Parada mandaron a casi toda la Compañía de Comandos 601 a isla Gran Malvina, tras detectar “movimientos sospechosos” al norte de Puerto Howard con un radar Rasit. Movimientos que, claro, nunca se confirmaron. “Nos mandaron a correr sombras”, dijo después Sergio. “Éramos la reserva, los que íbamos a morder cuando pisaran tierra. Y nos rifaron.”

Pero el destino no había terminado con él. El mayor Mario Castagneto —jefe de compañía— decidió entonces organizar una Sección de Emboscada Antiaérea. Y no dudó en elegir al mejor: Sergio Fernández, sin lugar a dudas el mejor apuntador de Blow Pipe del país. Había sido jefe del curso de ese sistema entre 1979 y 1982. Conocía ese misil como si lo hubiera parido. El Blow Pipe era un lanzamisiles portátil de fabricación británica, con un alcance de tres kilómetros y una velocidad Mach 1. Una suerte de bazuca moderna, cuyo guiado manual impedía que pudiera ser interferido por contramedidas electrónicas. Pero había un problema. En todo el teatro de operaciones de Malvinas, el Ejército argentino contaba apenas con tres lanzadores y seis proyectiles. En el continente, en cambio, dormían 20 lanzadores y 120 misiles, guardados como si la guerra estuviera en las vitrinas. Castagneto envió al Gallego a Stanley House, la sede del gobierno en Malvinas, para pedir autorización al general Oscar Jofre y traer más armamento. La respuesta fue un portazo sin matices.

—No. Es mucho problema. Nos arreglamos con lo que hay —le respondió el general Jofre.

El Gallego volvió masticando bronca. Pero con lo que tenía, iba a hacer historia. El 21 de mayo, en las primeras horas de luz, se apostó con el capitán Ricardo Frecha y el cabo primero Jorge Martínez en una posición elevada cerca del puesto del Regimiento de Infantería 5, en Puerto Yapeyú. Era una mañana helada. Y fue entonces que lo vieron: un Sea Harrier británico, el cazabombardero más temido por los soldados argentinos, avanzando rasante sobre el agua.

En un primer intento, lo tuvieron a tiro. Frecha autorizó disparar. El avión giró en el último instante y se perdió tras las lomas. Sergio no disparó. Sabía que no era el momento. Había algo en su mirada, en su quietud, que decía que el blanco volvería.

Y volvió. Desde el sur, apareció otra vez. Tal vez era el mismo Harrier. Esta vez, el Gallego no dudó. Lo dejó venir. Lo dejó acercarse. Hasta que lo tuvo al alcance justo. Dijo después: “Lo único que tenía en la cabeza era: ‘¡Hijo de ....., te la voy a poner en el blanco del ojo!’”.

Y disparó.

Un segundo. Dos. Una bola de fuego en el cielo. El Harrier, pilotado por Jeff Glover, se desintegraba sobre el agua helada. Pero antes del impacto total, se abrió un paracaídas. El inglés se había eyectado. El Gallego se quedó mirando en silencio. Dijo luego: “Estaba feliz por haber hecho bolsa al avión, y doblemente feliz porque el inglés se había salvado. Yo no quería matarlo. Quería detenerlo.”

Cayó al agua a unos 1800 metros. El frío podía matarlo en minutos. Los comandos salieron como alma que lleva el diablo. Corrieron, tropezaron, cruzaron campos minados, fusiles al hombro, sin saber si llegarían a tiempo. Y llegaron. Por puro milagro, justo ahí había un bote. El cabo primero Eduardo Ibarra se lanzó al rescate. Lo sacaron. Lo abrigaron. Y en la playa, Sergio le dio su campera de duvet. Le tendió la mano. Lo ayudó a bajar. Lo llevó al puesto de socorro junto al médico Llanos. El piloto, morado por el frío, todavía tuvo el gesto de ofrecer su sangre para un soldado argentino herido.

Al día siguiente, lo evacuaron en helicóptero. Sergio se acercó a despedirlo.

—Soy el que te derribó —le dijo.

—Me place estar vivo —respondió Glover.

—A mí también que lo estés —contestó el Gallego.

Décadas después, en 2016, se reencontraron. Esta vez sin misiles, sin boinas, sin guerra. Fue en el Hotel Alvear. Cuatro horas de desayuno, reconstruyendo aquel día, rindiéndose un abrazo que les debía el tiempo. Y el Gallego, emocionado, dijo: “Ese abrazo fue el que nos teníamos que dar. Si Dios quiso que sobreviviéramos, fue para que seamos mejores”.

Querido lector, si esta historia te llegó, si alguna vez pensaste que un soldado solo dispara, pensalo de nuevo. A veces, también abriga. Porque la dignidad no se mide por el uniforme, sino por lo que hacés cuando todo tiembla.


Foto del escritor: Roberto Arnaiz

Por: Roberto Arnaiz 


(www.robertoarnaiz.com/blog) 

Roberto Arnaiz | Escritor e Historiador

📚 Autor de más de 30 libros.


🌍 Exploro la historia y la cultura para conectar el pasado con el presente. 


✨ Descubre mis libros y contenidos exclusivos en: (www.robertoarnaiz.com)

martes, 8 de julio de 2025

EL ACUANAUTA


 - Luis Alberto Nicolao - De la página de Víctor Pablo Karakachoff.

"Nosotros nadábamos sin antiparras, con agua medio turbia, no sabíamos qué comer ni cómo eliminar la acumulación de ácido láctico: a mí me sacaban morado del agua".

Nicolao nació en Buenos Aires el 28 de junio del año 1944. Es un nadador argentino retirado de la alta competición, especialista en el estilo mariposa, en el que obtuvo dos veces el récord mundial en 100 metros el 24 de abril y el 27 de abril de 1962, único nadador argentino hasta 2009 en haber obtenido un récord mundial homologado. Fue 24 veces campeón sudamericano, una vez campeón nacional de los Estados Unidos en 1965 y obtuvo tres medallas de bronce en los Juegos Panamericanos.

Acaso baste para definirlo una mención que seguramente nadie se atreve a discutir: fue el mas grande nadador argentino de todas las  épocas y quizás el mejor deportista de la década del '60.

Atleta argentino, Nicolao en su dilatado transitar por piletas de todos los rincones de la tierra acumuló una retahila de éxitos asombrosa. Pero ninguno tuvo la tremenda trascendencia del que coronó el 27 de abril de 1962, en el natatorio de Guanabara, en Río de Janeiro, Brasil.

Ese día Luis Alberto Nicolao inscribió su nombre y el de la Argentina en las tablas de records mundiales. Un hecho que la natación local jamás había registrado, ni volvió a hacerlo.

Alentado por un público entusiasta se arrojó a las saladas aguas  por esa circunstancia mucho más aptas para desplazamientos veloces, pues ofrecen menos resistencia— decidido a quebrar el record mundial de los 100 metros estilo mariposa. En 57 segundos ya había cumplido su cometido.

Fue uno de los primados que resistió durante más tiempo el alud de records desatado en el último decenio. Durante cinco años, dos meses y trece días permaneció incólume a todos los embates. En los primeros días de agosto de 1967 un fenómeno de la natación americana, Mark Spitz, desplazó a Nicolao al establecer 56 segundos 3 décimas, en un torneo internacional celebrado en Santa Clara, California.

Sin embargo, no logró opacar la performance del que fuera representante del Club Ateneo de la Juventud, en Buenos Aires.

Escapando a la mediocridad de un medio que difícilmente le permitiera superarse —ya antes lo había hecho su entrenador Alberto Carranza, tentado por ofrecimientos de clubes brasileños y uruguayos— el excepcional mariposista emigró hacia los Estados Unidos de América, donde optó por la beca que le ofreciera la Universidad de Stanford, en California. Allí representó también al Santa Clara Swimming Club, una institución casi mitológica en el concierto de la natación internacional.

Pero jamás olvidó al deporte de su país. Donde fuese necesario, allí estuvo presente para defenderlo. Desde su primera participación internacional, durante el campeonato Sudamericano de Cali, en Colombia en 1960, acaparó 17 títulos sudamericanos, sin contar su participación en los equipos de postas.

Fue olímpico en tres oportunidades:

Roma en 1960, Tokio en 1964 y México en 1968, donde finalizó su trayectoria de nadador.

Con 24 años —una edad inusual en que la mayoría de los nadadores optó por el retiro— acudió en búsqueda de la única satisfacción que no alcanzó una medalla olímpica. Su prueba más fuerte —los 100 metros mariposa— recién se incluyó en el programa olímpico en los Juegos de México» hecho que no le permitió alcanzar antes ese objetivo.

Dispuesto a jugar su última oportunidad, se instaló en la capital azteca con 50 días de antelación para ganarle al fantasma de la altura. Sus posibilidades parecieron fortalecerse tras su actuación en los 100 metros estilo libre, prueba en la que se clasificó para la final. A pesar de ocupar el séptimo puesto (marcó 53,9 segundos) fue un buen indicio ya que esa no era su especialidad.

El domingo 20 de octubre ganó su serie eliminatoria —corrida por la mañana— de los 100 mariposa con relativa facilidad. A las 18.30 de ese mismo día estaba anunciada la semifinal.

Allí comenzó a gestarse un diabólico, absurdo drama que lo dejó sin posibilidades. Cuando el micro oficial que lo transportaba comenzó a atravesar la zona por donde pasaba en ese momento la carrera de maratón debió detenerse.

Fue un largo retraso:

Nicolao llegó a su destino después que la competencia en que debía participar se había efectuado. Todos los reclamos —acaudillados curiosamente por mister Ritter, el delegado norteamericano— fueron desoídos.

En una declaración para la revista "El Gráfico", del 5 de octubre de 1968, Nicolao se quejó: "Le pregunté a Ritter qué había dicho el delegado argentino, Manuel Segura, y me contestó que si estaba, se quedó mudo, que no vio ningún argentino que sacara la cara por mí"...

Fue el pago de un medio deportivo que defendió durante años. Un epílogo injusto a su campaña, pero digno exponente de la mediocridad que alguna vez lo hizo emigrar

Premio Konex de Platino 1980. Jurado Premios Konex 2000 y 2010.

Fue 24 veces Campeón Sudamericano. Campeón Nacional de EE.UU. y Campeón Universitario por la Universidad de Stanford (1965, 1966, 1967 y 1968). Premio Olimpia de Oro 1961.

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Desde luego, no sé donde guardará este señor Luis Alberto Nicolao tantos trofeos: seguro que tiene otra casa para los premios. Es algo asombroso. Casi no tengo palabras para explicar la impresión que me causó al verlo nadar en el club ECA de Témperley en una exhibición. No podía creer lo que veía: alguien volando casi sin tocar el agua. Yo, nadadora, me quedé sin respirar de lo inesperado de la situación; nunca había visto a un campeón mundial de natación en directo. 

Por esa razón incluí un comentario sobre ese día inolvidable en mi novela LA CASA BROTADA; como homenaje a ese superdotado que nos hizo sentir tan orgullosos de ser argentinos. Además, tuve la suerte de poder contactar con el (milagros de Internet) y mandarle mi novelita. Espero que le guste.