Fueron pasando los días y la rutina les fué agregando aburrimiento y monotonía. Sus compañeros de trabajo eran demasiado independientes y no tenían prácticamente nada que compartir. La diferencia de edades hizo el resto. Pero el hombre sabía que tenía que cumplir su contrato y se armó de valor para aguantar lo que quedaba. Lamentablemente se enfermó y, aunque no era nada grave, le hacía más cuesta arriba su quehacer diario. Pensó que al estar enfermo sus colegas serían más amables con él...se equivocó. Se volvieron más hostiles, quizás porque pensaron que tendrían que hacer su trabajo.
La cosa fué empeorando y una noche, mirando la maravillosa constelación de Orión por su ventana, sintió mucha pena de sí mismo y pensó que, al igual que en estos últimos años, tendría que dormir solo, a pesar de lo mal que se sentía.
Por un momento se imaginó poseedor de la lámpara de Aladino. Al frotarla aparecería la persona que dormiría a su lado, lo acariciaría, lo cuidaría y le preguntaría si se encontraba mejor. Curiosamente, no logró ponerle cara y nombre a esa persona entre todas las que conocía y súbitamente apareció en su consciencia el ser deseado para acompañarle...el único en el que podía confiar: su perro.
Entonces y sólo entonces comprendió la magnitud de su soledad.
Hacía años que ella vivía en ese lugar y en la misma casa. Le encantaba y llenaba sus horas con su trabajo y sus aficiones. Tenía algunos selectos amigos que desempeñaban el rol de la familia que estaba lejos.
Se venía un fin de semana largo y no tenía planes de ninguna clase porque la irritaban soberanamente los lugares llenos de gente, los aeropuertos atestados y las carreteras desbordantes...siempre elegía para sus vacaciones épocas no turísticas. ¿Qué haría tantos días sola?
Afortunadamente, tenía muchos recursos. Le encantaba tejer, reordenar fotografías y cambiar de sitio las cosas. Le daría un toque distinto a su entorno. Además, había un par de películas que quería ver y luego podía comentar con la página de Facebook de "literatura, cine y psicoanálisis", que tanto le gustaba.
Los días fueron pasando pero los recursos se fueron agotando y ya amenazaba el aburrimiento. De golpe descubrió con gran placer un nido de mirlos en su árbol preferido. Le hizo una cuantas fotos y se las mandó a sus amigos, que tuvieron un éxito instantáneo.
De a poco se fué ganando la confianza de la mamá mirlo, que cada vez se acercaba más a comer las miguitas de pan que, estratégicamente, ella iba disponiendo.
Cuando por fin, luego de mucha paciencia, se miraron cara a cara ella y la mamá mirlo, un deseo brotó como una cascada que inundó inmisericorde su consciencia: el anhelo imperioso de que esa humilde ave comiera de su mano y se acercara mucho más. Entonces y sólo entonces comprendió la magnitud de su soledad.
Cuando por fin, luego de mucha paciencia, se miraron cara a cara ella y la mamá mirlo, un deseo brotó como una cascada que inundó inmisericorde su consciencia: el anhelo imperioso de que esa humilde ave comiera de su mano y se acercara mucho más. Entonces y sólo entonces comprendió la magnitud de su soledad.
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