-Escuchame una cosita, mamita, ¿vos qué tenés en la cabeza, me querés decir?
La señora Raquel tenía cara de sapo. De sapo malo, como esos enormes que hay allá en Colonia Benítez, que en verano se paran abajo de los postes de luz para comerse los bichos.
Yo ya no quería ir más a la salita, pero qué iba a hacer.
-¡Pariste hace cuatro meses, nena! ¿Tu mamá sabe que estás embarazada de nuevo?
Parece que la señora Raquel no entiende que, aunque a mí me duela tanto tener que ir a verla, necesito que me ayude. Parece que ella se olvida que hay veces que uno odia lo que necesita, como ese beso que te da tu mamá antes de soltarte la mano para que entres a la escuela, cuando sos demasiado chiquita para que tu guardapolvo esté tan gastado y la señorita te pone última en la fila para que la directora no vea tus zapatillas de lona, llenas de agujeros. Yo odiaba ese último beso, porque anunciaba su ausencia, pero lo necesitaba para sobrevivir.
-¡Vos tenés que aprender a decir que no, mamita! Quince años, tenés. ¿Sabés quién es el padre de este, por lo menos?
Yo miré fijo las baldosas de la salita, que eran un poco blancas y un poco grises, como la tiza contra el pizarrón negro.
Dibujo lo que quiero ser cuando sea grande, había escrito la señorita, que se llamaba Alba y tenía olor a quita-esmalte.
Cuando abrí la cartuchera, me encontré con un lápiz negro, un lápiz amarillo y un lápiz verde y pensé que con esos tres colores no alcanzaba para mostrarle a la seño lo que yo quería ser cuando fuera grande. Le pregunté a Gabi si me prestaba sus lápices y me dijo que la mamá no le daba permiso, así que tuve que dibujarme con los colores que tenía. Es muy difícil dibujar lo que querés ser si no tenés colores y nadie quiere prestarte.
-¿Cómo no le pediste que se ponga un preservativo? ¿No te acordás que te hablé de los preservativos? ¿Te acordás que te mostré como se ponían?
La señora Raquel me miraba fijo, con las cejas juntas y la boca hecha una línea recta. Yo murmuré que sí, que me acordaba.
-¿Y entonces? ¿Por qué no te cuidaste?
No me animé a decirle. Quería, pero no me animé a explicarle que al Miguel no le podía pedir nada. No supe cómo decirle que cuando el Miguel viene, yo tengo que quedarme callada y poner la cara abajo de una almohada, porque él no quiere que lo mire. Quería explicarle que yo hubiese querido que las cosas fueran distintas, pero que mi casa era una cartuchera vacía y que a esta altura ya no me quedaba ni un solo color para poder dibujarme. Porque en mi casa manda el Miguel y el Miguel no sabe nada de colores porque es todo negro.
-¿A vos te parece lindo que tus nenes no tengan padre?
Tienen padre, pensé, pero no dije nada. Qué iba a decir, si en mi casa manda el Miguel y el Miguel me dijo que si digo algo, la va a dejar a mi mamá en la calle. Qué iba a decir, si la señora Raquel no me quería prestar los colores para explicarle.
Juan Solá.
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