ANTONIO DAL MASETTO
Después de dieciséis horas de vuelo, dos trenes, un transbordador, el viajero regresa al pueblo donde nació y del que se fue siendo chico. Se instala en un hotel que en un tiempo fue un convento y de inmediato sale a recorrer. Camina lo que queda de ese día, camina al día siguiente. Pasa por la que había sido su casa, por la escuela, por la cancha de fútbol, por el cementerio. Cruza los puentes sobre los dos ríos que bordean el pueblo, busca sin encontrarla la represa donde iba a nadar. Demasiadas cosas cambiaron, modificadas por la intervención de los hombres o por las traiciones de la memoria. Y aún aquellas que se conservan tal como las había fijado el recuerdo ya no le pertenecen. El viajero camina sin parar, desilusionado y extranjero. En algún momento se pregunta si todavía estará cierto patio empedrado, detrás de una pequeña iglesia, bajando hacia el lago. Ahí se reunía a jugar con los amigos después de la escuela. De ese patio, vaya a saber por qué, conservó la imagen de un ángulo formado por las paredes de dos casas, donde el viento se arremolinaba y arrastraba hojas secas, briznas de pasto, papeles. Recuerda en especial -otra curiosa selección de la memoria- los envoltorios de caramelos. En la mañana del tercer día se mete en una callecita en sombra que viborea entre construcciones antiguas, pasa bajo una arcada y ahí está, frente a él, el patio. Acá no advierte grandes cambios. Sólo le parece que las paredes estan más negras y que las puertas y las ventanas alrededor variaron de tamaño. Avanza unos pasos cautelosos y entonces lo ve. En el rincón perdura el remolino. El viento arrastra hojas secas y papeles igual que antes. Después de haber deambulado por el pueblo sin encontrar nada que le permitiera identificarse, nada para abrazar, nada para poder decir "esto es mío, esto soy yo", el viajero acaba de oír una voz familiar llamarlo por su nombre. Cierra los ojos para escucharla mejor, para que no se le pierda. Se abandona. Entonces piensa que desde el momento de su partida, la voz estuvo ahí, viva en el remolino, invocándolo, reiterando día tras día el conjuro para el regreso. Piensa que la voz perduró alimentada por un elemento tan inasible como el viento, se mantuvo gracias a la persistencia y a una forma de fidelidad del viento. Y el reclamo sin duda llegaba hasta él, en su ciudad del otro lado del océano, porque ésa, la del patio empedrado, era una de las imágenes que volvían a la hora de recordar. Al viajero le gusta creer eso. Y permanece parado de cara al rincón, viendo desfilar su vida. Su vida transcurrida en otras partes del mundo, sometida a leyes de otros vientos. Aunque ahora le parece saber que, anduviera por donde anduviere, siempre estuvo mirándose en ese espejo, atento a la voz del remolino inicial, intentando mantener vivas también él, en las pérdidas y en las turbulencias de sus años, tantas diminutas cosas desechadas.
Antonio Dal Masetto.
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