sábado, 26 de octubre de 2019

50 AÑOS BAJO TECHO. Capítulo II

Recapitulando, yo, la casa de los Bardi, que soy la que habla, recuerdo a los lectores que, desde mi punto de vista edilicio, el garage, en el que nunca había vivido un coche (aunque un Ford a bigote hubiera sido un puntazo), era un laberinto de curiosidades y el lugar más interesante de la tierra. Mi escondrijo mágico, que, como casi todos los trasteros, guardaba multitud de inutilidades; muebles rotos, disfraces viejos, espejos mágicos, herramientas variadas, álbumes de fotos llenos de gente en blanco y negro que ya nadie recuerda, juguetes abandonados que hablan en raros idiomas y telarañas creativas que podían trastocarse al instante en elaborados encajes con una varita mágica. Y ya sabemos que todos los niños tienen una. Recuerdo claramente cuando los locos bajitos transformaron la vieja silla de ruedas en una alfombra voladora o cuando una lata aplastada pasó a ser una cajita de música y el viejo baúl, un velero. Lo más divertido de ese desván fue cuando los personajes de los libros salieron hechos pequeños hombrecillos que hablaban con voz finita.
Entre tanta cosa, se acomodó María. María era una rata blanca absolutamente domesticada, que respondía a su nombre y que se trepaba por el brazo del doc Bardi (doc era como le decían los amigos), o el tordo odontologista (como le diría Enrique Sampons) y le susurraba vaya uno a saber qué cosas, al oído. "Acá hay de todo, menos dinero", repetía Papón, mote que luego se autoadjudicó para sus nietos el doctor Bardi.
Mi garage tenía un altillo, con una escalera desvencijada, al que había que subir con un frasco lleno de luciérnagas porque ahí arriba no había luz. Con esa luz tan tenue el cocodrilo de plástico te podía morder y el fantasma Benito podía despertar de golpe. ¡Una aventura temeraria eran las excursiones al altillo!
Qué linda es la niñez. Por eso, cuando llegó la adolescencia empezaron los problemas y se acabaron la fantasía y los juegos.
Apenas amaneció ese día yo ya me dí cuenta que algo se cocinaba entre bambalinas porque la señorita Mónica junto con su amiga-compinche Érika iban y venían cotilleando por lo bajo. Cuando eso pasa, ya se sabe: las paredes oyen y yo soy, en su mayor parte, paredes, como todas las casas.
Algo planeaban y pronto supe qué.


Invitaron a dos jóvenes compañeros del colegio secundario (Hugo y Alberto) a charlar en el living (lo que para ellas era una transgresión enorme) aprovechando que los padres y el hermanito de Mónica se iban a una boda. O sea, un pecado mortal. Una burla a la autoridad, para decirlo redondamente. 


Pero hete aquí que, cuando estaban los cuatro muy orondos conversando cada uno en su sillón, los mayores volvieron antes de lo previsto y la señorita Mónica no tuvo mejor idea que esconder velozmente a los chicos en el garage.
Yo, la casa y sus paredes, traté de avisarle que no hiciera eso pidiéndole al gato que maullara al máximo y algo de pintura se cayó por mis nerviosas vibraciones, pero no captaron mi mensaje.
Al entrar don Bardi se dió cuenta de todo en cero coma y con mucha elegancia, echó diplomáticamente a los jóvenes con una suave orden y un gesto inequívoco: "caballeros... fuera", mientras abría la puerta del garage.
Esa inocente travesura quinceañera le costó un disgusto exagerado a los padres pero a las chicas no les pasó nada más allá de una regañina subida de tono porque las muy falsas armaron un teatrillo de lágrimas y arrepentimiento (que, naturalmente, no sentían). Mario Aníbal, el hermanito y único sensato de la familia, dijo luego:"con lo fácil que hubiera sido seguir hablando los cuatro, cada uno en su asiento y abrir tranquilamente la puerta". 
Han pasado más de cuarenta años de ese episodio y uno de esos chicos es Hugo, que sigue viviendo en Témperley y ya no es chico, obviamente. Cada vez que pasa por la vereda, mira mi fachada y, con una sonrisa, recuerda seguramente aquélla noche. La señorita Mónica (que vive ahora en España) y su amigo Hugo son los únicos que siguen vivos y recuerdan esa "aventura", que desborda inocencia por los cuatro costados, pero que en aquél contexto fue un terremoto porque el doctor Bardi tuvo un problema de conciencia, ya que no sabía si contárselo o no a la madre de Érika. Pero así eran esos tiempos antediluvianos. Lo que parecía catastrófico porque toca principios básicos como el respeto hacia los padres y él no mentir pierden toda su fuerza en la época de la postverdad, como le dicen ahora. 


Eso tenemos las casas: las tragedias y las comedias se mueren con los protagonistas o, en parte, pueden quedar enredados en las florcitas de un viejo empapelado, en las raíces del césped o en los recovecos ocultos del garage y ya nadie puede decodificar aquéllo: los ladrillos no hablan, aunque quizás tengan un código propio, oculto entre sus átomos.
A lo mejor, toda la historia de la humanidad vuela como luz hasta lo más recóndito del universo como una sonora carcajada.  Alguien lo definió magistralmente: "las grandes tragedias, pasado el tiempo, son representadas en los desfiles del carnaval". Uno mira hacia el cielo infinito pero quizás "el infinito te devuelve la mirada" con historias propias de otros mundos lejanos que ya no existen. 

Como los disgustos nunca vienen solos, en esos días murió la abuela paterna, Victoria Molfino. Entonces mis suelos se oscurecieron porque todo el mundo iba con la mirada baja.

Lo que agregó tristeza al asunto fue que nadie se dió cuenta que el perrito Riquet, que se quejaba quedamente acurrucado en un rincón, en realidad estaba muy enfermo y murió casi al mismo tiempo que la abuela Victoria.

Como protesta por esa estúpida distracción de la familia, que le costó la vida a nuestro segundo querido perrito, rompí las cañerías de la caldera, originando un trastorno mayúsculo.
Y así fue pasando el tiempo: yo necesitando una buena mano de pintura y la familia un buen psicólogo.
Humanos, demasiado humanos.

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