OSVALDO SORIANO.
La memoria lo agiganta todo. A mí me parecía que mi casa de Cipolletti era tan enorme que ocupaba una manzana pero al regresar, treinta y tres años después, encontré que no lo era tanto. Todo a su alrededor había cambiado, pero mi Rosebud seguía ahí. Es un peral añoso, de tronco bajo, al que me subía las tardes en que me sentía triste. Mi madre me buscaba por toda la casa, salía a llamarme al patio y aunque yo pudiera sentir su aliento ella no podía verme.
Tendría once o doce años y andaba mal en el colegio.
Me habían cambiado tantas veces de pueblo que no tenía amigos ni tierra que pudiera sentir como propios. Nací a pocos pasos del mar pero mis primeros recuerdos son de San Luis y los desiertos puntanos. Allí mi padre era empleado de Obras Sanitarias, llevaba sombrero y montaba una recia bicicleta de industria nacional. De ese tiempo sobreviven airosos un limonero en el jardín y mi novia de la infancia.
Creo que no usábamos esa palabra de lazos comprometedores: se llamaba Marta y ahora suele escribirme desde Bahía Blanca para reprocharme mis recuerdos desencontrados. Era la hija mayor de una boticaria que me curó una verruga en el pie y tenía una hermana de nombre Mirta. Los tres nos trepábamos a una montaña de troncos abatidos que quizá no era tan grande como la recuerdo ahora. En la vereda de enfrente jugaba con un chico de nombre Eduardo Belgrano Rawson, que años más tarde iba a escribir varios libros deliciosos.
Un día, bruscamente, me arrancaron de allí y me llevaron a Río Cuarto, de donde sólo tengo recuerdos de pelota en un baldío y un flash imborrable: atrás de una casa demolida hay un pozo ciego desbordado de globos tan enormes que parecen fantasmas. Alguien murmuró que eran preservativos viejos, inflados por algún efecto del encierro y los gases y ésa fue la primera vez que escuché hablar de ellos.
Muchos años más tarde, temblando de miedo, me animé a comprar uno en Cipolletti pero mi madre me lo descubrió enseguida en un bolsillo del flamante pantalón largo.
Mi padre me llamó a su escritorio con un tono solemne, cerró la puerta, y me dio un sermón sobre las maneras de ser hombre. Me acuerdo del bochorno como si lo estuviese viviendo ahora. Yo sentado al borde de la silla y mi viejo al otro lado del escritorio llamándome "pelotudo" en el tiempo en que esa palabra tenía algún significado.
No me reprochaba el preservativo sino el descuido. Menos mal que afuera estaba mi Rosebud y allí fui a refugiarme, entre las hojas de ese árbol que me elevaba por encima del mundo. Creo haber escrito que recordamos la infancia como el lugar de la felicidad, pero creo que eso no es verdad para mí.
Yo nunca era del lugar donde vivía y eso se parecía mucho a no ser de ninguna parte. En el colegio de Río Cuarto me llamaban "puntano" por el acento que traía de San Luis; después, en Cipolletti, los chicos me decían "el cordobés". Ya grande, recién llegado a Buenos Aires, Osiris Troiani, uno de los jefes de Primera Plana, me gritaba de una punta a la otra de la redacción: " Apúrese, tandilense, que me está enterrando el cierre".
He vivido en tantos lugares y tan distintos que me cuesta elegir uno en el momento de responder de dónde soy. Creo que uno es del lugar donde lo quieren. Después de muchos años en Europa volví a mi Mar del Plata natal. Tan mal la conocía que tuve que abordar a un cartero para preguntarle cómo se hacía para llegar al bosque. Nadie me aceptaría puntano en San Luis ni cordobés en Río Cuarto ni riojano en Chilecito, y no hay nadie en Tandil que me confunda con uno de los suyos.
En Cipolletti sí se acordaban de mí. Por aquella historia del penal más largo del mundo y por las correrías de mi padre que dejaron huellas en los parajes. Al volver a mi casa de la infancia me dejaron entrar sin preguntar nada y sin saber quién era. Reconocí la puerta desde donde me llamaba mi madre, el rincón en el que se murió mi perro y el lugar de la calle donde me atropello un coche.
Ese era mi jardín y ahí estaba mi Rosebud cualunque, erguido entre otros árboles. Si hubiera estado solo me habría subido de nuevo por aquellas ramas. Al rato salió un hombre: "Yo viví acá hace mucho tiempo", le dije, y me hizo pasar. Ahí estaban otra vez el escritorio donde mi padre me trató de pelotudo y la pieza en la que me masturbaba con un ejemplar deshojado de "Las memorias de una princesa rusa".
No eran tan grandes como los guardaba mi memoria, pero aparte de los muebles nada había cambiado. Pensé en otras partidas y regresos. En el inolvidable personaje de Winesburg, Ohio, de Sherwood Anderson, cuando al final decide emprender la marcha: "Bueno, hasta ahora no me he movido de Winesburg, eso es; todavía no he salido de aquí; pero ya voy haciéndome mayor. He leído muchos libros y he pensado mucho.
Voy a intentar ser algo en la vida". También se me cruzó por la cabeza el relato de Peter Weiss; el momento en que vuelve del exilio a una Alemania que nunca más será la suya. Tuve de nuevo la imagen de Robert Mitchum que rodea una cabaña abandonada en una película de Nicholas Ray; de pronto ve un hueco entre las maderas del suelo y con el corazón agitado se tira de bruces y mete una mano. Parece tocar algo y su mirada vuelve al galope a un día que sólo existe para él. Ahí está su oso de pana con los ojos intactos; ahí está el chico que nunca se fue.
Todos tenemos nuestro Rosebud personal y nos llevamos el secreto a la tumba. El trineo (N. del E.: Rosebud) de Charles Foster Kane, en El ciudadano, no es la verdad de su vida, pero sí aquello que para él había sido el origen de la verdad.
Lo que siempre pasará inadvertido para cualquier otro. Al elegir un árbol para evocar mi infancia estoy mintiéndoles a los demás, pero detrás de esa mentira hay un hilo secreto que me conduce hacia mi propio Aleph. Podemos borrar o confundir las huellas de una vida, pero las llevamos a cuestas. En éso pensaba más de treinta años después en Cipolletti, al caminar sobre mis propios rastros en el jardín.
Ha pasado tanto tiempo que al otro lado del río, en Neuquén, el señor Perticone, que era el director de mi escuela industrial, se ha convertido en el nombre de una calle. A dos pasos, cruzando la ruta, se encuentra una zona respetable que en mi tiempo se llamaba Barrio Gris.
Ahí nos llevaba el Flaco Martínez que era el profesor de física. Pagábamos treinta pesos de entonces para creernos hombres en una covacha alumbrada a candil. Hacíamos tiempo en una sala de espera hasta que la puerta se entornaba y Madame Geneviéve despedía al cliente con un beso en la mejilla. Entonces pasaba el siguiente y si quería sacarle el corpiño tenía que pagar diez pesos más. Al llegar al aeropuerto de Neuquén se me acercó un tipo que dijo haberme marcado muy fuerte en un partido de fútbol que escribí pero que nunca existió. Es dura de borrar la palabra escrita.
¿Soy yo aquel chico o es mi imaginación quien lo ha creado a imagen y semejanza de mis deseos? ¿Quién soy en aquel que fui a orillas del Limay? ¿Seré los ojos de mi madre y la desazón de mi padre? Poco importa: el árbol sigue dando peras y por la ventana de mi pieza todavía entra el sol. Mi padre solía contarme de una curtiembre en Campana y tal vez ahí, en ese lugar al que nunca fui, esté el Rosebud del que no me habló. Un trompo olvidado en un sótano o unas pocas bolitas todas cascadas.
Hubo un tiempo en que las fotos fijaban un instante de nuestra dicha. Luego las cintas de video multiplicaron la banalidad. Igual las miramos con nostalgia, como si pudieran revelarnos un secreto que nos ayude a sobrellevar lo que falta del viaje. Un día, al volver sobre nuestros pasos, encontramos el árbol que la memoria había agigantado. Por un instante sentimos el sobresalto de una revelación. Hasta que descubrimos que lo que cuenta no es el árbol, sino lo que hemos hecho de él. Ese es nuestro Rosebud.
OSVALDO SORIANO 🇦🇷 (1943-1997)
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