Se convirtió en la atracción de todas las personas que venían a casa: el contraste entre su plumaje siempre impecable y el entorno verde con todas sus tonalidades era un placer estético renovado.
Una vez se asustó con la maquinaria del jardinero y salió volando. "Bueno", pensé, "es su vida". El jardinero siempre demostró una gran falta de sensibilidad a este bello animal y por eso, entre otras cosas, se quedó sin trabajo en nuestra casa.
Pero hete aquí que nuestro ganso de marras al día siguiente apareció en la piscina del vecino, graznando, custodiado por la atenta mirada de un pastor alemán, cuyas intenciones parecían oscuras en ese mudo diálogo interespecies.
Lo acarreamos suavemente de vuelta a casa con una varita y, enseguida, se metió en su preciosa agua.
Era un bicho cómodo, lo cual no es un dato menor. Sólo daba trabajo limpiarle seguido su lagunita porque parecía que a él le gustaba llena de hojas y comida rebujada.
Seguíamos sin acercarnos mucho porque expresaba inequívocamente su malestar.
Pero hete aquí que unos meses más tarde, fue él quien se aproximó a nosotros. De a poco, fue tomando confianza y hasta llegó a dormir su siesta a los pies de quien estuviera leyendo en el porche.
El colmo de la confianza fue cuando entró al salón, metiéndose entre los flecos de la cortina antimosquitos. Confianzudo, diríamos en Argentina.
Todo bien, salvo que cagaba por doquier y continuamente había que andar baldeando, pasando la fregona y, aunque protestábamos a veces, seguía siendo, para nosotros, un noble animal de compañía. Pensábamos que ya estaba domesticado.
Unos meses más tarde, su comportamiento fue cambiando y se tornó irritable, territorial y protestón. Cuando una persona pasaba, aunque no fuera cerca, arremetía con el cuello estirado, mostrando sus dientecitos a la vez que emitía un sonido sibilante y sacaba la lengua. Ya no se acercaba a la casa y vivía pendiente de una palangana de metal plateada de la que continuamente volcaba el agua y se paraba en el borde poniéndola en posición vertical, con la parte cóncava contra su pechuga. Le llenábamos la palangana para que no le faltara agua fresca para beber y, al instante, la volcaba. Otras veces se metía dentro de ella y se quedaba allí un rato. Ese recipiente era su obsesión. Tratándose de un animal salvaje, buscarle una explicación a ese comportamiento es una tarea ardua, inútil y seguramente alejada totalmente de su realidad gansística. Era un animal atribulado: pero, ¿cómo ponerse en el cerebro de un ganso?
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Estos animales altos con plumas variadas y que viven bajo techo no entienden nada.
Un tiempo largo intenté entablar relaciones de vecindad con ellos pero, por lo visto, manejamos diferentes códigos.
Mis obsequios intestinales parecían contrariarlos y eso que mis regalos eran frecuentes y abundantes. Pero nada. No los valoraban. Son seres incomprensibles, como de otro planeta.
No me quejo. Después de todo me dan de comer y me limpian el estanque a cada momento. Son bastante maniáticos con eso. Aunque yo pienso: ¿qué menos? Sin mi presencia este jardín carecería de encanto... sería uno más. Todo parecía haber llegado a un equilibrio, a una convivencia armónica pero de pronto algo cambió y ya no somos más amigos.
Todo empezó hace corto tiempo cuando tuve una experiencia maravillosa: vi, en el fondo de una reluciente lagunita plateada, una hermosa criatura.
Blanquísima, más o menos de mi misma edad y estatura y al instante me enamoré. ¡Qué bella joven! Con ella sí me emparejaría yo. Decidido a conquistarla ensayé diversas estrategias de acercamiento hasta ahora sin éxito.
Lo que me parece es que es un poco voluble porque aparece y desaparece como por ensalmo. La veo nítidamente y apenas acerco una pata comienza a desdibujarse hasta que se me pierde en el fondo.
He intentado trasladarla para que no se asuste pero ella va y viene cuando le da la gana. Me pone muy nervioso no poder asirla, tenerla, poseerla y a veces hasta pierdo la serenidad con tanta incertidumbre. Intento abrazarla y la acerco a mi pechuga con deleite y ternura.
Pero justo allí la pierdo de vista de manera inexplicable.
Pasa el tiempo y mis infructuosos esfuerzos me van desanimando. Hasta me han cambiado el carácter. Por eso la cuido y la protejo y me llena de indignación cuando los animales altos de plumaje variado se acercan e intentan agarrar la lagunita plateada donde ella vive. ¿Por qué estos tipos me hacen eso? No entienden nada y no hacen más que echarle más y más agua a la lagunita, cuando cualquiera comprendería que más agua no le hace falta, porque la desdibuja. Me ponen histérico. ¿Quién puede ponerse en el cerebro de estos seres tan extraños? Lo más seguro es que ella se aleja porque los ve venir con semejante manguera. Yo no cejaré en mi empeño, aunque a veces parezca que se derrama y se pierde en el verde rutilante del césped.
Diosa hermosa, áurea, blanca, alba y vaporosa, no eres un reflejo ni una alucinación y ya verás como al final serás mía...
AL ESPEJO.
Jorge Luis Borges.
¿Por qué persistes, incesante espejo?
¿Por qué duplicas, misterioso hermano,
el menor movimiento de mi mano?
¿Por qué en la sombra el súbito reflejo?
Eres el otro yo del que habla el griego
y acechado desde siempre. En la tersura
del agua incierta o del cristal que dura
me buscas y es inútil estar ciego.
El hecho de no verte y de saberte
te agrega horror, cosa de magia que osas
multiplicar la cifra de las cosas
qué somos y que abarcan nuestra suerte.
Cuando esté muerto, copiarás a otro
y luego a otro, a otro, a otro...
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