#Loimprescindible.
La semana pasada nos encontramos con Alejandro, un amigo de mis primeras andanzas. Nos citamos en uno de esos bares viejos, con sillas de esterilla y cenicero de Cinzano, pisos de mayólicas y ventanas que dan a una plaza tristecita.
No nos veíamos desde hace meses, desde antes de la pandemia y del aislamiento. Dudamos un instante en abrazarnos, como quien olvida cómo se besa en la boca. Pero nos abrazamos, un instante callado y largo.
Corrimos el cenicero, ya que los dos dejamos de fumar hace mucho, y apoyamos sobre la vieja mesa el celular, las llaves y el barbijo.
Hablamos muchas horas, nos reímos a carcajadas, estimulados por café y cognac, recordamos más nombres de personas que números. Hasta que un silencio nos explicó que ya nos habíamos dicho todo, entonces alguno de los dos pidió la cuenta, y el otro pagó.
Caminamos hacia la puerta y entendimos que la noche había convencido a la plaza, que encendía con pereza las luminarias.
Nos despedimos con la promesa de volver a vernos pronto, nos calzamos sendos barbijos y nos alejamos en direcciones opuestas.
Alguien dentro del bar corrió las sillas y barrió esas cenizas que dejan las conversaciones entre las personas, y con una palita, las arrojó dentro de un tacho de basura.
Todas esas palabras ya no eran sino un manojo de confusos polvos, mezcladas con colillas, servilletas, borra de café, etc.
Y dos hombres se alejaban en el barrio de Flores, creyendo haberlo dicho todo, e ignorando que lo único que tuvo sentido fue ese abrazo, y que todo lo demás fue sólo cháchara, cognac y café.
Nunca volvimos a ese bar, ni a vernos, lo cual era esperable. Alguno de los dos se murió al tiempo, y el otro se murió después, aunque no recuerdo quién fue el primero, y acaso no importa. La muerte es poca cosa, ocurre una sola vez en la vida, aunque alcanza.
Las cenizas de todo lo que dijimos siguen flotando en el aire marrón del Río de la Plata, a veces se le meten en los ojos a un pibe, y le hacen lagrimear.
De fondo, suena un tango.
Luis María Lettieri
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