Y allí estábamos, como muchos domingos, mis padres, mi hermanito Mario Aníbal y yo en LA MARTONA, en la localidad bonaerense de Vicente Casares, cerca de Cañuelas. Un domingo en la lechería, al sol y en el campo con entera libertad era para nosotros cuatro el mejor de los programas. Espacios libres, grandes mesas y bancos de madera, eucaliptos añosos y un gran caserón antiguo donde se vendían toda clase de exquisiteces que allí mismo elaboraban a partir de la leche de sus propias vacas. Ese precioso lugar se llenaba de familias con ganas de disfrutar.
Corríamos a campo traviesa, remontábamos barriletes multicolores, veíamos animales, pero no perros o gatos como en casa, sino vacas y cabras; comíamos panqueques con dulce de leche pero no como en casa, sino mucho más ricos. Visitábamos el tambo, donde masticaban parsimoniosamente las vacas de ojos adormilados.
Pero lo superlativo era que, mi hermanito y yo, solíamos escurrirnos en un lugar prohibido y, por lo mismo, lleno de atractivo: la capilla familiar de los Casares, cerrada hacía años y a la cual accedíamos por una puertecita sin llave, oculta bajo una espesa enredadera con hojas verdes y blancas. Era una típica capilla de campo con un minúsculo campanario, tejado a dos aguas casi sin tejas, porque se habían ido perdiendo y rompiendo, pero con cielorraso; paredes descascaradas que dejaban ver los ladrillos y grandes puertas de madera con rancios dorados de épocas mejores. Zeus y todos sus parientes y amigos semidioses bajaron de sus montañas y allí decidieron quedarse. El Dios católico se había ido a su cielo, donde estaba mucho más cómodo. Esos antiquísimos dioses griegos entraban en nosotros sin que nos diéramos cuenta. De otra manera no se puede explicar el mágico ensimismamiento y misterioso silencio en el cual caíamos mi hermanito Mario y yo al penetrar subrepticiamente allí. Todo tenía que ser con respeto, hasta la transgresión de haber entrado. Iuminados desde afuera por el dios Helios, los vitraux filtraban mil colores de lo estampado en sus vidrieras, acompañados con un fino polvillo inmóvil en los haces de luz, que a veces y sólo a veces, era alterado por las sombras de los árboles de afuera, cuando el dios del viento Eolo los agitaba sin tregua y sin descanso. Un violáceo purpúreo lo teñía todo. Grandes velas cariacontecidas, con antiguas lágrimas solidificadas esperaban pacientemente volver a encenderse. Había algunas pinturas que estaban tan diluídas que sólo se veían borrosos relieves de miradas sospechosas de santos olvidados. Otras veces sólo quedaba la marca impresa en la pared de un cuadro que alguna vez vivió allí.
La escalerita hacia el coro nos mostraba nuestras propias pisadas yendo y viniendo para poder verlo todo desde lo alto. El abandonado altar con su hermoso cáliz, respiraba tranquilo por esas largas vacaciones que lo salvaba de sermones repetitivos y dogmáticos curas con cara de velorio. El Cristo crucificado se había ido dejando una cruz desnuda.
Allí los dioses podían tener sus guerras en paz porque el único Dios verdadero ya no los flagelaba con sus pecados y sus mandamientos, para dejarlos divertirse un rato con la visita de unos niños silenciosos y trangresores. La campana, cuyo mal carácter era legendario, ya que tañía cuando le daba la gana, sonaba de a ratos y de a ratos dormía. Pero lo mejor eran esas pequeñas estatuas de vírgenes y santos que nos seguían con la mirada y que, por lo visto, eran excelentes narradores de historia sagrada. Aunque les encantaba mezclarse secretamente con otras creencias y mitologías, por eso a veces parecían sonreír con picardía. Ya estaban hartos de la misma historia de Moisés y Abraham y las hipnotizaban las tremendas correrías de Ulises por el Mediterráneo. Resonancias de las bodas, bautizos, misas y funerales ocurridos ahí antaño; reaparecían, según cuentan los vecinos, y campaban a sus anchas por las noches; entre tules, pajaritas y féretros. Risas vaporosas y llantos equívocos flotaban y se iban. Sólo faltaba la novia cadáver... o quién sabe, a lo mejor por allí andaría. Aquéllo era mejor que cualquier cuento fantástico. Hasta nos olvidábamos del dulce de leche, lo cual no es poco decir.
Cuando volvíamos, exhaustos de tanta aventura, nos dormíamos en el tren entre los cariñosos brazos de papá y mamá. Al día siguiente todo lo anterior me parecía haberlo soñado porque al despertar supe, con una certeza medio borrosa, que había imaginado ese lugar divino al que tantas veces habíamos ido. Me puse el guardapolvo para ir al colegio todavía dudando de la frontera entre sueño y vigilia. Tanto dudaba que hasta le pregunté a mi hermanito si ayer habíamos ido a la Martona. "Noooo" me dijo con gran sorpresa "fuimos al cine. ¿ya no te acuerdas?"
Todo pareció volver a la normalidad. Nos llevaron al cole, volvimos, comimos, y, ya de noche, nos fuimos a dormir, hasta que, muchas horas más tarde, escuché a mi mamá decir: ¡¡llegó el lechero!!¡A desayunar!
Fui corriendo a recoger esa deliciosa leche cremosa en los típicos envases transparentes de vidrio de la época, que el carro del lechero dejaba en la puerta y yo saboreaba de antemano. La leche de la Martona, espesa y blanquísima, que venía a alimentar nuevos sueños de campos y capillas.
Y entonces me desperté. Estaba en Cádiz. Me levanté, me miré al espejo y ví la cara de mi mamá.
Hermosa prosa; sentida ;añorada ,con colores de infancia feliz
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