domingo, 8 de marzo de 2020

MACHISMO EN LA CONSULTA.

Por Mónica Bardi. 
Hoy, 8 de marzo, día de la mujer, recordé un hecho que viene a cuento de esta fecha cargado de feminismo y manifestaciones.
Hace muchos años yo estaba tratando a una jovencita, en mi consulta de ortodoncia, que siempre venía acompañada de sus padres y un hermanito.
Tardé muy poco en darme cuenta que tanto marido como mujer eran visceralmente desconfiados y miraban con suspicacia todo lo que yo hacía y decía. Nada los conformaba. El único que parecía entender mis empeñosas explicaciones era el pequeño pero ése no contaba.
El tratamiento iba bien, aunque la paciente tenía cierto retraso intelectual pero eso no afectaba su dócil comportamiento.
Los padres, por el contrario, erre que erre, siempre protestando, siempre sembrando dudas y exteriorizando desconfianza. Más dura me ponía, mal. Más dulce explicaba por milésima vez lo mismo, peor. No encontraba la manera de revertir esa situación por el bien de todos.
No sé en qué momento me cayó la ficha y lo vi claro: no confiaban en mí porque era mujer. Era una familia machista y de a poco lo fui corroborando por sus actitudes y algunas preguntas que yo lanzaba distraídamente, como al pasar. Cumplían todos los requisitos de la mentalidad machista más casposa, retrógrada y básica. Espantosos.
Entonces, hablé con un colega muy especial.  Era un tenaz torturador de subalternas, recepcionistas, pacientes y todo lo que se pusiera a tiro, si se había levantado con el pie izquierdo y aunque se levantara con el derecho, no variaba mucho la cosa.  Eso necesitaba yo: un maltratador, pero de los auténticos. A ver quién era más macho.  Le expliqué la situación y me dijo muy seguro: "déjamelos a mí", mientras le goteaba el canino izquierdo. Me pidió un par de precisiones clínicas y, muy sonriente, me preguntó: "¿Qué quieres que les diga?". Se lo expliqué con las radiografías y los modelos de yeso y le especifiqué que eran personas muy problemáticas y con mucha mala leche.
"Perfecto", remató, mientras le goteaba el canino derecho.
Citamos a los pacientes, los recibí con mi mejor sonrisa, mientras pensaba: "no saben la que les va a caer, jeje".
Entró el doctor, majestuoso como un pavo real y se largó a dar una larga explicación con tono de voz creciente... creciente...creciente. Los padres de la paciente  iban decreciendo...decreciendo...decreciendo, mudos, sin valor ni siquiera para mirarse entre sí. El doctor, llegando al clímax de su actuación, dió un puñetazo en la platina, mientras casi aullaba: "¿Ha quedado todo claro?"
Los pacientes habían encogido hasta quedar reducidos a su mínima expresión.
"¿Alguna pregunta?" gritó el monstruo con guardapolvo.
Respondió el padre sólo con un gesto de negación, ya que las palabras no le salían del terror que lo atenazaba.
A partir de allí, no tuve más inconvenientes con ellos; por el contrario, la relación paciente-profesional terminó casi amablemente.
Al macho lo respetaban, aunque no sabía nada de ortodoncia (porque era cirujano), pero era HOMBRE.
Hete aquí como un prejuicio, si se sabe detectar, puede jugar a nuestro favor y aunque suene horrible, ésa es la realidad con la que muchas veces tenemos que trabajar en esta sociedad variopinta.
                       MÓNICA BARDI.

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