lunes, 30 de septiembre de 2024

BLANCANIEVES

 


CUENTO CORTO DE MÓNICA BARDI

Verónica siempre intuyó que ese no era su verdadero nombre pero la certeza cayó como un rayo en su memoria cuando, siendo muy pequeña, sus padres le estaban leyendo un cuento antes de dormirse, como todas las noches.  

Esta vez fue Blancanieves. Cuando ella oyó esa palabra tuvo un sobresalto y se tapó con su sábana blanca. 

Los padres rieron y su madre le dijo "no tienes que tener miedo, Verónica, el cuento y el pelo blanco canoso de tu papá terminan bien". 

La reiteración de la palabra BLANCO terminó de convencer a la pequeña que ella se llamaba Blanca, como su abuela y que su mamá biológica siempre le decía : "¡Qué linda! Tienes la piel blanca como Blancanieves". 

Aunque habían pasado muchos años la niña nunca olvidó aquélla noche y, ya mujer, buscó y encontró a su verdadera familia. 

Solo quedaba su abuela, la del pañuelo blanco. 

jueves, 19 de septiembre de 2024

EL CANDELABRO

 


Ya no recuerdo nada más.

Cuento corto de Mónica Bardi. 

Algo trágico pasó porque las caras de espanto que alcancé a ver fugazmente entre los invitados a esa reunión tan elegante, algo no encajaba con el espíritu festivo que las había convocado. Sólo se que mi esposa malinterpretó mis aventurillas pasajeras. Siempre fue muy celosa y tremendamente exagerada. Claro es que esa noche la niña estaba tan guapa... y tan joven... sentí un impulso erótico, una pulsión incontenible en ese nocturno y perfumado jardín rumoroso... yo jamás me hubiera propasado con nuestra hija... pero es que esa noche...

Alcancé a darme la vuelta y vi a mi esposa enarbolando un enorme candelabro. Ya no recuerdo nada más. 

AMOR LESBIANO

 

Microrrelato de Mónica Bardi

Escribió con un rotulador en la pared de su piso aquéllas inolvidables palabras: "nuestros cuerpos, impermeables al descrédito, seguirán exudando pasiones, aunque ya no tengamos úteros".

domingo, 15 de septiembre de 2024

NARANJITOS

 


Cuento de Navidad de Mónica Bardi

Iba y venía por el jardín distraídamente, dando de comer a los Cuacos, mis gansos ampurdaneses, pensando si le rebanaba el pescuezo a la Cuaca con la tijera de podar porque me incordiaba permanentemente con sus graznidos histéricos.  Viendo por donde andaba mi gato Tito, siempre a la caza de algún pichoncito de mirlo como regalo porque mi gato cree que yo soy una diosa y me trae ofrendas. De repente oí un ruidito a mis espaldas. Había caído un naranjito verde, pequeño e inmaduro, rodando por las baldosas. 

"Ah, ¿eras tú?" le dije sin darle importancia y seguí con mis cosas.

"Si" me contestó, "no pude evitar caerme por el fuerte viento". 

"Bueno, así es la vida... y la muerte. Las dos son un pelín complicadas". 

"¿No podrías hacer algo conmigo antes de que me pudra?"

"Creo que no. Eres demasiado chico y amargo".

"¿Amargo yo? Eso nunca. Solo me falta un poco más de tiempo y me pondré dulce y de un bello color naranja".

"Pues por eso... para comer ahora no sirves".

"Ufff", pensó el naranjito, " y después resulta que el amargo soy yo", pero no dijo nada. Y arremetió argumentando que él podría tener otras utilidades, aunque no supo precisar cuáles. Ante mi olímpica  indiferencia, se quedó el naranjito bajo el sol inmisericorde y sin saber qué hacer. 

Horas más tarde se acercó mi vecino  Matvey, un chico rubio que habla un idioma ininteligible para el naranjito y para todos los que no sean rusos. Tenía unos 5 años y se dedicaba a juntar bichos bolita, arañitas, hormigas, lagartijas, etc. respondiendo a una fuerte vocación de naturalista. 

De golpe el naranjito se encontró con otra cantidad de hermanitos que, en distinta fase de maduración y variados colores, también habían  sido arrancados por el irresistible viento de Levante. El chico ruso se dedicó a juntarlos en un cubo quién sabe con qué propósito.

Mas tarde me los encontré en el congelador de la nevera. Y les pregunté: "¿qué hacen aquí?" 

"Cagándonos de frío" contestaron varios, tiritando. "Un niño rubio que habla muy raro nos trajo". 

Fui a preguntarle a Matvey que para qué había hecho eso pero como es ruso, ni él entendió mi pregunta ayudada con gestos y el traductor del móvil, ni yo supe que me estaba explicando como respuesta. Como lo considero un niño inteligente y avispado lo dejé hacer. Además, estaba muy ocupado doblando unos alambrecitos con mucho esfuerzo, no sé con qué propósito. Misterios de la niñez: allí quedaron los naranjitos en el freezer y los alambritos adquiriendo forma de pequeños ganchos.

Llegó la Navidad y el momento de decorar el abeto. Voy preparando las cosas de decoración y el entorno. Pero tengo que salir a comprar las luces porque las del año pasado están estropeadas. Al volver veo a mi precioso amiguito ruso Matvey que está decorando el árbol con naranjitos de variados colores, colgados por los ganchitos de alambre fabricados por él,  que lo rodean casi por completo. Entonces se da la vuelta y me mira con una sonrisa enorme, plena de satisfacción por la tarea realizada. Me acerco y les pregunto a los naranjitos: "¿Qué, como se sienten?"

Y contestaron atropellándose mutuamente con las palabras: "Muy bien, si, si, estamos felices, acá decoramos de forma original, a todos les va a gustar y no nos tiraron a la basura... estamos muy contentos". El agregado de las luces resaltaba aún más las curvaturas de los ahora orgullosos frutitos que, con su color, sencillez y naturalidad habían desplazado a las bolas de plástico. 

Fue una nochevieja muy especial, con nuestro imaginativo niño ruso y su gran creación artística: los naranjitos inmaduros como bolas de Navidad. 

CUENTO CORTO

 


EL ÚLTIMO PISO 

La comida sería a las nueve y media, pero me encarecieron que llegara un rato antes, para que me presentaran a los otros invitados.

Llegué apresuradamente, sobre la hora, y, ya en el ascensor, apreté el botón del último piso, donde me dijeron que vivían.

Llamé a la puerta. La abrieron y me hicieron pasar a una sala en la que no había nadie. Al rato entró una muchacha que parecía asombrada de mi presencia.

-¿Lo conozco? –me preguntó.

-No lo creo –dije-. ¿Aquí viven los señores Roemer?

-¿Los Roemer? -preguntó la muchacha, riendo-. Los Roemer viven en el piso de abajo.

-No me arrepiento de mi error. Me permitió conocerla –aseguré.

-¿No habrá sido deliberado? –inquirió la muchacha, muy divertida.

-Fue una simple casualidad –afirmé.

-Señor… -dijo-. Ni si quiera sé cómo se llama.

-Bioy –le dije-. ¿Y usted?

-Margarita. Señor Bioy, ya que de una manera u otra llegó a mi casa, no me dirá que no, si lo convido a tomar una copita.

-¿Para brindar por mi error? Me parece muy bien.

Brindamos y conversamos. Pasamos un rato que no olvidaré.

Llegó así un momento en que miré el reloj y exclamé alarmado:

-Tengo que dejarla. Me esperan, para comer, los Roemer a las nueve y media.

-No seas malo –exclamó.

-No soy malo. ¡Qué más querría que no dejarte nunca!, pero me esperan para comer.

-Bueno, si preferís la comida no insisto. Has de tener mucha hambre.

-No tengo hambre –protesté- pero prometí que llegaría antes de las nueve y media. Los Roemer están esperándome.

-Perfectamente. Corra abajo. No lo retengo aunque le aclaro: no creo que vuelva a verme.

-Volveré –dije-. Le prometo que volveré.

Podría jurar que antes nos habíamos tuteado. Pensé que estaba enojada, pero no tenía tiempo de aclarar nada. Le besé en la frente, solté mis manos de las suyas y corrí abajo.

Llegué a las nueve y treinta al octavo piso. Comí con los Roemer y sus otros invitados. Hablamos de muchas cosas, pero no me pregunten de qué, porque yo sólo pensaba en Margarita. Cuando pude me despedí. Me acompañaron hasta el ascensor.

Cerré la puerta y me dispuse a oprimir el botón del noveno piso. No existía ese botón. El de más arriba era el octavo.

Cuando oí que los Roemer cerraban la puerta de su departamento, salí del ascensor para subir por la escalera. Sólo había allí escalera para bajar. Oí que había gente hablando en el palier del sexto piso. Bajé por la escalera y les pregunté cómo podía subir al noveno piso.

-No hay noveno piso –me dijeron.

Empezaron a explicarme que en el octavo vivían los Roemer, que eran, seguramente, las personas a quienes yo quería ver… Murmuré no sé qué y sin escuchar lo que decían me largué escaleras abajo.

Adolfo Bioy Casares