Cuando yo era pequeña venían a mi casa de Témperley personas de lo más variopintas. Los divinos amigos de papá (de los cuales yo me enamoraba por turno), que jugaban al póker puntualmente una vez al mes por monedas, pero que se lo tomaban tan en serio como si apostaran una fortuna. Me encantaba el olor de los naipes, las copas de vino y las caras de disimulo cuando las cartas venían cargadas. Allí aprendí ese juego tan mentiroso, mirando y observando.
Algo raro era que cuando ellos venían, nunca estaba Eduardo.
Periódicamente, nos visitaban unas viejitas desvencijadas con excéntricos sombreros, que leían el futuro en las hojas del té. Aquéllo me fascinaba, aunque por mucho que mirara las hojitas de marras, no entendía nada, y precisamente por eso, más me fascinaba.
También venía un matrimonio asimétrico muy simpático. Al principio charlaban los dos, pero ella, que se creía Rita Hayworth (bajando majestuosamente por una escalera de mármol existente sólo en su imaginación), terminaba cansando a su marido con su voz aguda incesante y sistemáticamente se quedaba dormido en la silla, ladeando su cabeza como un muñeco desarticulado y provocando nuestras risas mal disimuladas.
Recuerdo esa época con enorme felicidad, trotando mi hermanito y yo entre toda esa gente un tanto extravagante. El tapete verde, los juegos de porcelana inglesa, los vestidos femeninos y los señores encorbatados, todo aderezado con risas y bebidas.
Las luces difuminadas de las lámparas de pie pintaban cálidamente el ambiente nocturno, las cortinas y los manteles componían una sinfonía entre elegante y pretenciosa, de una clase media en alza (las clases medias siempre están bajando o subiendo en nuestras inestables sociedades), en un suburbano seguro (casi no había delincuencia), prolijo y modestamente ajardinado.
Pero sin duda lo más peculiar en ese decorado era Eduardo Vallejos.
Él estaba en mi familia desde que tengo memoria. Será por eso que sus rarezas me parecían tan naturales como ver crecer a los geranios.
Eduardo era refinado, le gustaba mucho la lectura, siempre iba vestido con elegancia y hacía gala de prudencia y discreción. Muchos, muchos años más tarde,comprendí su profundo y original sentido del humor y muchas alternativas de su vida, que explicaban en parte, su inusual comportamiento. Tenía un pequeño departamento, en el centro de Buenos Aires, donde vivía con su madre que estaba decorado con exquisitez, lleno de detalles de buen gusto.
Mi padre y él eran compañeros de trabajo en el ferrocarril como empleados administrativos.
La foto de mi papá en un portrarretratos de plata en su mesita de noche me pareció de lo más normal... sólo mi mamá sonrió brevemente y nos miró de reojo a mi hermano y a mí. Mi papá estaba oportunamente distraído.
Pero lo que verdaderamente llamaba la atención era la forma en que resolvía Eduardo su inaceptable calvicie. Vaya a saber con que clase de betún (como decía mi papá) se pintaba este buen hombre el contorno del nacimiento del pelo y seguía rellenándolo con pintura hasta llegar al pelo real.
Cuando ocasionalmente íbamos todos en tren sentados, la gente de pie le miraba la cabeza con intensa curiosidad y muchas veces se reían. Mis padres ignoraban olímpicamente esas burlas y demostraban un súbito interés por el paisaje exterior.
Mi hermanito Mario y yo lo vivíamos con naturalidad.
Cuando a mi papá lo obligaron a prejubilarse por no querer ponerse el brazalete negro de duelo por la muerte de Eva Perón (porque él afirmaba que sólo se lo ponía por sus familiares), Eduardo Vallejos vendió su departamento y se mudó con su madre anciana a un chalet enfrente de mi casa en la calle Cangallo, en Témperley y también se jubiló un tiempo más tarde.
Así que nos veíamos casi diariamente. A veces, cuando mis padres salían, él se quedaba a cuidarnos.
Muchos años más tarde, mi mamá, en esas tardes de confidencia que a veces teníamos, me contó en voz baja y con media sonrisa lo siguiente: "Eduardo está enamorado de tu papá desde que se conocen. La verdad es que a mí no me importa porque él nunca podrá ser mujer y a tu papá le gustan las mujeres. Además, Eduardo es muy bueno y desde que murió su madre, está muy solo. Sólo nos tiene a nosotros".
Creo que ese inesperado comentario, aparte de sorprenderme mucho cuando lo escuché, me dejó algún tipo de enseñanza con respecto a la tolerancia y al pensamiento no hegemónico.
Todavía recuerdo nítidamente ir caminando con Eduardo, muchos años después, por la estación de Témperley cuando un comentario irónico suyo me provocó una explosión de risa. Allí logré verlo por primera vez como realmente era y sentí una profunda cercanía hacia él, como nunca había sentido. Y creo que él también.
Me aferré cariñosamente a su brazo y seguimos caminando y charlando.
Pocos años después, estando yo ya en la universidad, murió solito en su casa, sin molestar, como siempre. Guardo un recuerdo entrañable de Eduardo... ojalá hubiera sabido disfrutarlo más.
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