Por Mónica Bardi
Había una vez un chico que, debido a unas trágicas circunstancias que luego detallaremos, se quedó, por decisión propia, a vivir solo en medio de un enorme bosque.
Ignoramos como logró sobrevivir, pero el hecho es que lo hizo porque, a fin de cuentas, no era tan pequeño cuando le ocurrió aquéllo. Un chico listo, además. Como el bosque no daba mucho de sí para alimentarse, se acostumbró a sacar comida de la basura por las noches en los pueblos vecinos. Alguien lo había visto y se había corrido la voz de que existía un chico salvaje en los alrededores aunque la mayoría creían que se trataba de un cuento para asustar a los más pequeños. Nuestro joven tenía un apellido que siguió manteniendo como si fuera un apodo: Baum y encontró un lugar idóneo para vivir en un enorme hueco de un árbol legendario. Una ardilla a la que había alimentado le hacía compañía. Un ejército de luciérnagas le iluminaba el sendero en las noches de luna nueva. Su vida era muy sencilla y estaba conforme con ella. Había experimentado la vida "normal" siendo pequeño y como estaba llena de obligaciones y horarios, prefería ésta. A veces echaba de manos a sus padres pero no demasiado porque estaban todo el día discutiendo. Sus compañeritos de la escuela no estaban mal y algunos eran hasta simpáticos pero estar tantas horas tragando información sentado y quieto no era lo suyo. Además, una vez lo llevaron a un médico que le quiso dar unas pastillas para mantenerlo todavía más quieto y tragando más información. Menos mal que su madre se negó alegando que todos los niños sanos son inquietos. ¡Su mamma! A ella la extrañaba, claro que sí. A él no le importaba que se encontrara a escondidas con el vecino, porque el vecino era muy, pero que muy cariñoso... con su mamma y con él. Al que recordaba con una punzada en el corazón era a su hermanito Marius. ¿Por qué tuvo que morir tan chico? Tanto le echaba de menos que a veces le parecía verlo entre el follaje. Otras veces lo oía correr con su vocecita infantil, llamándolo: "¡Baum, ven!" Pero como él no creía en fantasmas ni paridas semejantes, sabía de sobra que su hermanito estaba porque él lo recordaba. Hasta escribió su nombre con un punzón en la corteza del árbol. También añoraba las golosinas de colores que lo llenaban de caries. Y en cuanto al resto de su familia cada uno iba a lo suyo... mejor.
Por eso cuando ocurrió aquél terrible accidente donde murieron todos menos él, caminó sin rumbo en estado de shock internándose en el enorme bosque. Allí se quedó semi-inconsciente hasta que por fin, despertó. No tenía ni idea como volver y entonces fue cuando encontró ese enorme árbol ahuecado y, sin pensárselo dos veces, entró en él como quien vuelve al útero materno. La policía había peinado la zona buscándolo y hasta dragaron el río, pero como no hallaron nada al final se fueron... menos mal, pasaron a su lado pero no lo vieron. No confiaba mucho en la policía porque había visto en la tele cómo apaleaban a los jóvenes universitarios y deshauciaban y desalojaban a los ancianos a la fuerza. Sabía, porque su padre se lo había dicho, que ellos estaban para mantener el orden pero a él le parecía que era un orden injusto. ¿Y si lo culpaban a él del accidente? Después de todo iba al volante, sentado encima de su padre; ellos empezaron a discutir, como siempre y ese camión de frente... además, en varios capítulos de los Simpson tampoco salía la policía muy bien parada. En fin, que confiaba más en los animales y los vegetales. Claro que a veces pasaba frío, la lluvia lo empapaba; y más de una vez llegaban a sus recuerdos esas exquisitas sopas humeantes que preparaba su mamma ... las mismas que él rechazaba, como Mafalda.
A lo que se adaptó pronto fue a la oscuridad del bosque que tímidos rayos de sol apenas arañaban y a los ruidos de las hojas secas como pisadas vegetales de árboles andantes, igual que en el cuento de Chesterton, que leían con Marius antes de dormirse.
Un día que fue a buscar comida a un pueblo, un cachorro hambriento en estado calamitoso se le acercó con mirada suplicante. Baum pensó: "Oh, no, dos para comer" e intentó alejarlo pero como le dió lástima, al final se lo llevó. Lo llamó Riquet, como en el cuento de Anatole France.
El tiempo pasó y ambos crecieron. La vida del joven se enriqueció enormemente desde que en los pueblos empezaron a reciclar la basura. Mucha gente ya no se interesaba en los libros, los tiraban al contenedor de papel y de allí los rescataba Baum y los devoraba sentado contra su árbol. "Leer es escuchar a los muertos con los ojos", escribió Quevedo y eso le quedó grabado a fuego a nuestro joven lector. Como no tenía tele, ni móvil ni teléfono inteligente no tuvo más remedio que desarrollar su propia inteligencia de manera autodidacta alimentándose con literatura de gran calidad porque casi nadie tenía paciencia para leer extensos ensayos o largas novelas. Los atlas desplegaban sus maravillas ante sus ojos voraces con casi insolentes e insondables imágenes de galaxias y estrellas que quizás ya no existían. Luego levantaba la vista y estudiaba las constelaciones. Esa oceánica inmensidad lo emocionaba; a veces le parecía que se elevaba de tanto fijar la vista y tocaba a Sirio, la estrella más brillante de la noche, ese misterioso sistema binario que desde lejos parecía uno. Y entonces recordaba esa frase que tanto le costó entender: "Si miras fijamente al abismo, el abismo te devuelve la mirada".
CAPÍTULO DOS.
La noticia corría como la pólvora y como una bola de nieve se agrandaba alimentándose de terror. Alguien había asesinado a dos niños pero la policía carecía de pistas. El criminal había huido sin dejar rastros; no había testigos, sospechosos, nada. Y si había algo era secreto sumarial. El o los tipos podían estar todavía en el pueblo o haberse largado a alguna aldea o país vecino, a la gran ciudad por la autopista... al bosque...al país vecino...
Baum se enteró del crimen por los diarios tirados a la basura y pensó: "a ver si la policía sirve para algo" y se olvidó del tema porque en un restaurante caro cercano habían desechado un montón de exquisiteces recién hechas: lasañas, salchichas, ensaladas de frutas... ¡la boca se le inundaba! La digestión empezaba con la saliva, había leído en un libro de odontología y ese olorcito desencadenaba el proceso.
Con una enorme bolsa y saboreando por anticipado los manjares, se encaminó al bosque. Lo que no calculó adecuadamente fue el peso de lo que acarreaba. "Eso me pasa por glotón" y siguió adelante. "Yo puedo, siempre puedo" se dijo y se repitió a sí mismo.
CAPÍTULO TRES
Griselda se topó con ese árbol añoso y súbitamente entendió que allí vivía alguien.
"Qué curioso", pensó, " está todo lleno de libros. ¿Habrá algo para comer? Sí, hay, ya veo. Aquí me quedo por el momento y si alguien aparece, ya veré lo que hago".
Necesitaba descansar, tenía hambre pero sabía que probablemente la policía la estaría buscando por el tema de los niños, así que tenía que seguir huyendo.
"No tuve más remedio que matarlos, eran increíblemente crueles y al final, aunque lloraron y pidieron perdón, los tuve que matar. Por primera vez en mis 15 años de vida tuve la certeza de que brotaba un germen de justicia. Si, justicia, un poquito, al menos; espero que la policía científica no haga uno de sus rimbonbantes descubrimientos" se decía mientras devoraba unos tomates con patatas medio pasados.
CAPÍTULO CUATRO.
"Siempre puedo con estas cosas pesadas... pero hoy no puedo, es demasiado", se lamentó Baum mentalmente mientras observaba a su apetitosa bolsa medio desparramada en el suelo con las dos asas exhaustas colgando a cada lado, a la vez que pensaba como resolver el tema sentado en una piedra.
De golpe vio que un asa de la bolsa se izaba sola, como impulsada por una fuerza misteriosa. Su perro Riquet puso las orejas tiesas y movió el rabo... pero no ladraba.
El asa derecha se mantuvo erguida como invitándolo a coger la otra. Los segundos parecían horas y Baum seguía petrificado.
Cuando logró a duras penas superar su miedo a lo inexplicable, se acercó temblando y dijo en voz alta: "justo lo que me hacía falta: una mano amiga para poder llegar a destino. Entonces, ¿será verdad? ¿los fantasmas existen? ¿Eres tú, Marius, eres tú, hermanito mío?"
Finalmente, levantó la otra asa y comenzó a caminar con la mitad del peso, sin dejar de mirar a su derecha, aunque allí no había nadie... bueno, sí había...
CAPÍTULO CINCO.
Griselda se iba acomodando y mientras comía lo que encontraba, miraba atónita en derredor. Ese árbol parecía una biblioteca desordenada. Había libros de todas clases, colores y tamaños. Abiertos, cerrados y con señaladores, sirviendo de apoyos cual mesas, cama, sillas. Diríase que eran como muebles y que estaban así dispuestos para que verdaderos muebles no restaran espacio a los libros.
La enciclopedia británica en hileras iguales daban apoyo a un colchón y a un saco de dormir. Pilas de novelas sostenían lámparas de queroseno y tomos de ensayos daban sustento a platos y botellas de agua.
En las alfombras y esterillas del suelo descansaban revistas y libros abiertos, variados cuadernos con anotaciones e infinidad de lápices asomaban de botellas limpias y vacías.
Claveteados en las "paredes" había grandes ilustraciones de imágenes del sistema solar y galaxias lejanas. Mapas de todo el mundo y un globo terráqueo completaban el insólito lugar.
"Pero qué curioso, es como si aquí viviera un profesor o un bibliotecario, aquí podría vivir Borges".
En un rinconcito yacía vacía una camita de perro, con su plato y su bebedero y afuera, en una raída tienda de campaña, más libros. Un título llamó su atención: IDENTIDADES ASESINAS, de Amin Maalouf.
Lo abrió al azar y leyó: ["Los hombres son más hijos de su tiempo que de sus padres", decía el historiador Marc Bloch. "Siempre ha sido así, sin duda, pero nunca lo ha sido tanto como hoy. ¿Es necesario volver a recordar..."]
_¿¡Qué haces aquí¡?_dijo con una calma impostada un joven que entró inesperadamente.
Griselda dejó caer el libro y trató nerviosamente de explicarse: que se había perdido en el bosque, que tenía miedo, que tenía hambre... que encontró ese refugio... pero que no se preocupara, que no era ninguna ladrona.
_¿Qué leías?_preguntó Baum un poco más calmado.
_Esto_ murmuró ella mostrando el libro_ pero ya mismo lo dejo en su sitio.
El muchacho empezó a sacar las cosas de la bolsa, muy serio e improvisó una comida para dos, sin despegar sus ojos de esa extraña joven.
_¿Tienes hambre?
Ella asintió. Riquet se acercó y le lamió la mano. "Buena señal" pensó Baum. Ella lo acarició.
_¿Cómo se llama?
_Riquet.
_¿Qué? ¡Como el mío! ¡Pero qué casualidad!
_¿De dónde sacaste ese nombre?_ preguntó Baum con verdadera curiosidad.
_Mi padre llamaba así a todos sus perros.
_ Y ahora, ¿dónde están tus padres?
_ Cualquiera sabe. Algún día te contaré. ¿Y los tuyos?
_Algún día te contaré_contestó Baum pensando para sus adentros: "nunca lo sabrás". ¿Y tu Riquet?
_ Unos desconocidos le prendieron fuego a la cola y lo apalearon y aunque traté de curarlo por todos los medios, se murió. Los ojos de la chica se perdieron detrás de un lago contenido de lágrimas.
Baum desvió la vista discretamente y pensó: "le duele más el perro que sus padres".
_¡Qué hijos de puta!_ exclamó él, y notó enseguida que ese insulto provocó en ella una mirada de agradecimiento.
Comieron en silencio mientras se estudiaban con desconfianza.
Pero fueron pasando los días y los jóvenes se fueron acercando con cautela, sin molestarse. Ella se iba a pescar al río y él leía. O ella leía y él se acercaba a las aldeas.
Una nueva paz acariciante fue ganando esa zona del bosque. El árbol se llenó de hojas nuevas, la hierba se mecía riendo y el río parecía más transparente.
CAPÍTULO SEIS
Un día algo tormentoso unos hombres se internaron en el bosque y alejándose mucho del sendero se toparon con lo que parecía ser un picnic a lo grande. Cebados por la curiosidad se acercaron a un árbol centenario. En ese mismo instante, Baum salía por la "puerta". Muy sorprendido y en estado de máxima alerta sintió como la adrenalina inundaba su sangre. Esperó muy quieto, como un felino a punto de saltar.
Uno de los hombres lo abordó.
_Eh, chico, no te asustes. Somos policías.
Peor, pensó pero no dijo nada, claro.
_Pero ¿qué tinglado tienes montado acá, chico? No me digas que tú eres el salvaje de la leyenda. ¿Cómo te llamas?
_ Baum.
_ ¿Baum es tu apellido, no?
_Si. ¿Qué quieren?_Su cerebro funcionaba a todo tren mientras pensaba respuestas alternativas a su irregular situación.
_Nosotros hacemos las preguntas, no te equivoques. A ver tu DNI.
_No tengo. Pero soy mayor de edad.
_ Eso ya lo veremos. Aunque en realidad no te buscamos a ti, sino a una rubia, delgada, con aspecto de vagabunda. ¿La has visto?
_...No...no... eh... una mujer sola por estos lugares sería muy raro. No, no la he visto. De hecho, no he visto a nadie.
_¿Podemos entrar a tu... casa-árbol?
_Claro. dijo y pensó a toda velocidad si no habría rastros de Griselda.
Había, pero ni siquiera los vieron, alelados como se quedaron al ver tantos libros.
_Dios mío_ dijo uno_ no parece la cueva de un salvaje, sino una librería.
_Pero, ¿dónde están tus familiares, hijo?
_Muertos.
_¡Ya entiendo! La familia Baum, como Frank Baum, el autor del mago de Oz. Tú eres el chico desaparecido del accidente de circulación de hace unos cinco años.
_Seis años, cuatro meses y doce días.
_ Cómo pasa el tiempo... bueno, a lo que íbamos. Esta chica, si la ves, ten cuidado y avísanos. Ha matado a dos chicos.
_....
Baum todavía no entiende cómo esos dos hombres no detectaron la palidez mortal que le sobrevino al escuchar esa noticia.
Para disimular el mareo dió unos pasos hacia su cocinita de dos hornallas y agarró la cafetera, como para ofrecerles café.
_No, gracias_ dijo el policía más joven_ no queremos café. Tenemos prisa. ¡Ah, y sácate el DNI, por favor!
_Lo haré, se lo prometo_ dijo Baum en una voz apenas audible.
Y se fueron.
CAPÍTULO SIETE
Griselda se preparaba para volver del río. Le había ido bien en la pesca. Estaba contenta. Por fin podía vivir en paz con alguien. Baum era tranquilo, no hacía muchas preguntas y algo parecido al amor había surgido entre ellos. Los unía la desconfianza del mundo y el amor a los animales. También le daba la sensación que ambos se protegían mutuamente. Ya iba caminando de vuelta cuando de repente un niño y un perro que le resultó familiar, se acercaron corriendo hacia ella muy agitados.
_¡Griselda, Griselda, espera! ¡Todavía no vuelvas! ¡Está la policía con Baum!
_¡Ay, Dios...!¡No me digas!, pero, pero, ¿tú quién eres?
_Yo soy Marius, el hermano pequeño de Baum.
Y se fué corriendo junto con el perro del rabo quemado.
Griselda, más aterrorizada por lo que pudiera saber Baum de los crímenes, que por la propia policía sentía que su incipiente y dulce mundo se venía abajo.
¿Qué pensaría él de los asesinatos y peor aún, de su mentira?¿Ahora qué hago?
Empezó a llorar con espanto y desesperación, preguntándose una y otra vez por qué no había tenido el coraje de decirle la verdad a Baum. Largo rato estuvo allí hasta que se decidió a volver y afrontar lo que fuera.
En ese momento lo vio acercándose. Había salido a su encuentro.
Se fueron acortando las distancias y las miradas de ambos cargadas de un pasado de dolor, se interrogaban con ojos acuosos.
_Vino la policía_ comentó serenamente Baum_ me obligan a sacar el DNI, dicen que no puedo seguir indocumentado.
_Ah, si... claro_ murmuró con la cara desencajada. Y agregó: ¿nada más? Porque también me buscan a mí... creo.
_Ya lo sé, ellos me lo contaron. Bueno, ¿volvemos? Tengo hambre.
CAPÍTULO OCHO.
Mientras comían, Baum le preguntó a Griselda: ¿por qué tardaste tanto en el río?
_ Es que tu hermanito Marius me avisó que estaba la policía y que no volviera enseguida.
Baum enmudeció. Otra vez la adrenalina.
_ ¿De dónde salió tu hermano? Ni sabía
que tenías uno_prosiguió Griselda.
_Es que... es que... está muerto. Marius murió en el accidente de coche junto con mis padres. Yo sólo salí ileso.
_¿Cómo? ¿Me estás diciendo que es un fantasma?
_Si, y no es la primera vez que aparece.
A Baum le gustaban las respuestas escuetas e inequívocas.
Griselda guardó silencio. Era creer o no creer. Y allí cayó en la cuenta que el perro con la cola quemada era su Riquet, otro fantasma.
Baum rompió el mágico silencio y muy serio, dijo: "Griselda, tengo algo importante que decirte. Creo que nos tenemos que ir de acá. Una vez que la policía te mira con lupa, ya has perdido la paz. Cualquier problema que haya por allí, los vagabundos como nosotros siempre seremos culpables de algo".
Ella lo entendió a la perfección.
No sin pena dejaron atrás sus tesoros, sus libros, sus vidas; pero eran jóvenes y sobrevivientes de tragedias.
Atravesaron la frontera con dos mochilas y su Riquet. Pero no eran solo tres: un niño y un perro transparentes pero presentes, los acompañaban.