Cuento corto de Mónica Bardi
Había construido esa estatuilla de barro poniendo todos los conocimientos adquiridos en la época que estudiaba cerámica artística. Y pensaba colocarla en el centro de la torta de cumpleaños. Así que se empleó a fondo, con mucho interés y cariño. Pintó esa esculturita de un hombre pescando, sentado en un tronco, con sus habituales vaqueros azules, botas y una gorra amarillo vibrante. El ril de la caña de pescar caería por fuera de la deliciosa torta de dulce de leche, al mejor estilo argentino. Ya terminado el trabajo miró con ojos enamorados a su minúscula obra. Era mediocre como escultura pero muy simbólica. ¡Qué sorpresa tan linda se llevaría el cumpleañero!
Por fin llegó el día tan esperado y a todos les encantó el detalle tan rústico, tan "made in casa". Y él parecía muy feliz.
......................................................................
"¿Y ahora con esto que hago?" miró ella pensativa a su pequeño pescador de arcilla. Años habían pasado y la pareja se había roto. Las circunstancias se habían ido complicando por acumulación de malentendidos no aclarados, no hablados. Había demasiados secretos en esas aguas en las que él pescaba. Ésos que crecen oscura y silenciosamente porque no hay valor para hablar de lo que duele, de lo equívoco, de lo inadmisible, de lo que molesta; esquivando siempre la pelea pero con una creciente hostilidad por esa falta de transparencia. Finalmente un día el se fue con cualquier pretexto y cuando quiso volver ella ya lo había pensado mejor y le pidió que no volviera. Hubo unos mas y unos menos pero al final cada uno por su lado. Sin odio ni rencor pero con un profundo sabor amargo: el del fracaso. Asignaturas pendientes quedaron a montones y allí quedarían, como una montaña árida y desolada. En su cúspide el pequeño pescador de arcilla, mudo, haciendo gala de infinita paciencia y con la caña en ristre, miraba al infinito. Ella se seguía preguntando: ¿y ahora con esto que hago? Le daban ganas de tirarlo a la basura como se tira al último rescoldo de un fuego extinguido. Pero por algún motivo desconocido no lo hacía.
........................................................................
Y un día vino ese niño. Era ruso y tenía cinco años. Venía diariamente, a pedido de sus padres, por unas horas, para familiarizarse con el idioma español hasta que entrara en la escuela. Matvey era, desde todo punto de vista, un niño fuera de serie. Alegre, equilibrado, sin miedos y con confianza. Encontró rápidamente con que jugar aunque en la casa no había juguetes. Entonces lo vió: ese hombrecillo pescando le pareció apropiado para ponerlo en el borde de una palangana verde con agua.
Matvey era muy cuidadoso y nunca rompía nada así que ella lo dejó jugar. "Que él decida el futuro de la esculturita", pensó, sin darse cuenta del doble aspecto de su reflexión: el destino del pescador... y el de ella.
Como era de esperar el hombrecillo fue perdiendo color lentamente con el agua que todo lo borra. Se fue disolviendo y deformando. Ese, que al principio parecía simpático y atractivo, se volvió extraño y grotesco. Los días pasaron y ya nadie se acordó de esa palangana verde. Fantásticas exploraciones en hormigueros y nidos en ramas de ciruelos ocuparon sus vidas, redoblando la alegria de vivir. Ese niño de curiosidad inagotable, que hablaba un idioma desconocido y que tenía una carcajada siempre al alcance de la mano, le llenaba las tardes de placer. Hasta el nombre que costaba pronunciar desataba las risas: Matvey; por eso a veces lo llamaba Mateo.
....................................................................
Pero como todo lo bueno parece durar poco, un día Matvey se tuvo que ir de vuelta a su tierra. Los padres no lograron superar la burocracia de la ley de extranjería para obtener el permiso de residencia y decidieron volver a Georgia, donde ya habían vivido antes de venir a España. Georgia, La Cólquide, la tierra de los argonautas, la tierra de Jasón y Medea.
A partir de ese momento cada bicho bolita, cada arañita, cada pedazo de caña simulando una invencible espada, cada potrillo recién nacido en el campo vecino evocaba en ella a ese chico rubio, adquiriendo un nuevo sentido. ¿Por qué demonios se habría olvidado la sillita infantil en el coche? Allí quedó, sorda, muda y esperando al pasajero. Cada día que pasaba sin el niño, ella imaginaba nuevas historias, nuevas diversiones: "¡Como le gustaría a Mateo esta abeja revoloteando en los azahares!". "Uy, si Mateo viera esta hormiga tan vistosa". Cada foto actual de Mateo que mandaba por WhatsApp su madre, un videíto de su vida en Rusia, paleando nieve y cantando, siempre con su buen humor, al lado de su abuela; le curvaba la sonrisa.
En fin, había que aceptar su lejanía y recordarlo con amor. Amor del de verdad: fue una gran suerte haberlo conocido. Evidentemente, no se puede vivir sin amor, aunque sea en minidosis.
Mejor ir ya recogiendo todos sus amiguitos desparramados por la casa: los barquitos, la menina de metal, el oso de peluche blanco, el vendedor ambulante, el títere, la diosa de las serpientes, el cenicero con forma de caracol... los amiguitos de juegos de Matvey.
Y de golpe recordó: "¿y el hombrecillo pescando?" Buscó la palangana verde y la encontró en un lugar recóndito: no olía bien. El agua estancada estaba ya podrida. El hombrecillo también.