sábado, 28 de noviembre de 2020

UN HERMOSO RECUERDO

 LA DIMENSIÓN DE DIEGO ES INIMAGINABLE.

CINTIA MARTÍNEZ. 


Maradona y un taxista en Jerusalén: una historia real. 


En el verano de 2008 viajé a Israel, tras haber obtenido una beca para estudiar en Yad Vashem y en la Universidad de Jerusalén, sobre la memoria del holocausto. 


Una tarde –era invierno, nevaba un poquito y allí oscurece muy temprano– tomé un taxi para ir al hotel donde me alojaba. El chofer era muy abierto y simpático y de pronto, tal vez al escuchar mi pésimo inglés, me preguntó de dónde era. Le dije: de la Argentina.

El hombre se transformó, se encendió. Y me dijo:

–¡Argentina! ¡Maradona!

Confieso que no me interesaba ni me interesa el fútbol; y, hasta ese momento, la figura de Diego no estaba entre mis preferidas. Y el taxista siguió, con un entusiasmo casi festivo. 

–Mire. Yo soy palestino, y cuando era chico era muy, muy pobre. Pero pudimos ver el Mundial de México 86, en el único televisor que había en el campamento de refugiados donde estábamos. Y pudimos ver cómo Maradona les hizo dos goles y les ganó… ¡a los ingleses! ¿Sabe lo que era eso para nosotros? ¡A los ingleses! ¡Un chico pobre como yo, le ganó al Imperio!.


Llegamos al hotel y cuando quise pagarle, él se negó rotundamente, me bendijo y me dijo unas palabras que nunca he podido olvidar:

–Usted  me hizo recordar el día más feliz de mi vida.


Me baje del taxi, me quedé unos minutos en el parque del hotel observando cómo nevaba, y le agradecí a Diego, a la distancia, por darle alegría a tanta gente.


Lo que no les conté, es que el taxista que no me quiso cobrar el viaje, se llamaba Jesús.

Han pasado casi veinte años desde que viaje a Israel, y cuando hoy me enteré que Diego  había fallecido, vino a mi mente la cara de Jesús, aquel taxista palestino que me enseñó a querer a Maradona.


Cintia Martinez

Del muro de Paul Azema.

domingo, 22 de noviembre de 2020

ESPEJOS.

 Este escrito no pretende ser un estudio sociológico ni psicológico; que eso vaya por delante. Pero de mis humildes observaciones entre personas que conozco en persona y por Internet, he sacado una conclusión (provisional) que seguramente a nadie le interesa pero éste es mi blog y digo lo que me da la gana. A la nube va a ir igual. Después de todo, con estas opiniones no perjudico a nadie. 

Hay dos series en televisión que a mí me gustan mucho. Una es muy antigua: HOUSE (Hugh Laurie), serie norteamericana, actor inglés y la otra es más actual: CANDICE RENOIR (Cécile Bois), serie francesa, actriz francesa. Los protagonistas tienen algunos puntos en común, a saber, son excepcionalmente talentosos para desarrollar su trabajo, son muy neuróticos y profundamente manipuladores. 


 


El Dr. House es un médico famoso que acierta con diagnósticos dificilísimos y la comandante Renoir descubre crímenes retorcidos. Los dos personajes son atípicos, imaginativos, nada convencionales y están muy bien actuados. Ambos son caprichosos, problemáticos con su entorno y se pasan la vida metiendo la pata con los colegas o hiriendo los sentimientos de los demás. Pero tienen algo más: son extremadamente seductores. Hasta acá todo normal: buenos guionistas y, al fin y al cabo, son personajes inventados para las series pero que existen en la vida real, aunque es difícil encontrarlos tan inteligentes. 

Lo llamativo del asunto es que el personaje de House, totalmente carente de escrúpulos, molesta bastante al público MASCULINO. Les toca alguna fibra sensible y, en seguida, dejan de ver la serie mientras las mujeres nos babeamos con sus ojos azules y sus actitudes desaforadas. Somos sus incondicionales seguidoras, hablando en general, por supuesto. Le perdonamos todo y disimulamos o justificamos sus barbaridades.

Y la otra, la loca simpática, divertida y enamoradiza Candice, entre crimen y crimen, se enamora de uno y otro de sus compañeros de trabajo, para vergüenza de sus cuatro hijos. Y cuando las cosas salen mal, actúa vengativa e histéricamente. De vez en cuando tiene un gesto de bondad y es bastante solidaria. Pero al público FEMENINO nos repatea que no sea más sensata, menos impulsiva y a veces nos vamos enfadadas con esa loca mujer. En cambio, a los hombres los atrapa con su profunda independencia y su risa loca. No hay más que verlos hipnotizados con ella. 

Y con todo esto ¿a dónde quiero llegar? A por qué generan en el público esos sentimientos de adhesión o de rechazo, dependiendo del sexo, si al fin y al cabo uno tiene claro que pertenecen a la pequeña pantalla y a la ficción. Se ve que no podemos mantener la suficiente distancia emocional para tomarnos en solfa sus locuras y sus maldades. Para los chicos House es como una bofetada y tratan de ridiculizarlo. (Aunque el guionista es más listo). Para las chicas Candice está siempre desubicada pero generalmente se sale con la suya (acá también el guionista es más listo y ya conoce la reacción del espectador).

¿Qué reflejo nos ponen por delante esos tipejos tan extravagantes? Algo debe removernos en nuestro interior; un pequeño demonio que se frota las manos entre risas malévolas llenas de dientes torcidos... si hasta me parece verlo: ¡Jojojo! ¡Cómo te pareces!

¿Qué nos atrae y qué nos rechaza? ¿La inteligencia de dos seres, que, finalmente, sufren las consecuencias de sus actos en carne propia? ¿Nos atrae su soledad, su cultura, su dolor, su perspicacia? ¿Nos rechaza ver su egocentrismo como reflejo de parte del nuestro?  Las mujeres sabemos que los tipos con un toque canalla nos resultan irresistibles. Por eso ese desconsiderado House de mirada penetrante nos puede. Y a los hombres les roe la envidia. Seguro que piensan "¿qué le gusta tanto a mi mujer de ese bicho malo?"

¿Y la rubia coqueta de Candice? Su faceta inmadura, irresponsable y profundamente seductora y cariñosa atrae como un imán a los hombres pero muchas mujeres deciden declararla su enemiga mortal y mala madre. Y seguro que pensamos: "A ver qué harías con una así en tu propia casa". 

Hay muchos ejemplos en la literatura de personajes a los que llegamos a odiar o a amar. Leamos de nuevo "Los miserables" y volveremos a vibrar como las cuerdas de un Stradivarius. Pero hablábamos de cine. Todo eso no parece afectar a la audiencia así que probablemente mi estudio sea sesgado y no sirva para nada. 

La cuetión es: seguro que el espejo imaginario de esos dos nos muestra algo de nosotros que no nos gusta. ¿En alguna ocasión hicimos cosas parecidas y estos atorrantes te lo vienen a recordar con todos los detalles? ¿Cuántas veces hemos sido caprichosos y egoístas? ¿Alguna mentirijilla oportuna? ¿Machismo, feminismo? Muchas preguntas ¿verdad?

Die answer, muy friend, is blowing in the wind (BOB DYLAN). Humanos, demasiado humanos. 

sábado, 14 de noviembre de 2020

FAMILIAS y ALGORITMOS

 


Cuando una barre con el rastrillo las hojas secas de un albaricoque en otoño, concurren pensamientos inesperados que acompañan el ritmo monótono de lo que se arrastra. Las neuronas recorren pistas remotas que, aparentemente, no vienen a cuento. Son asociaciones de ideas aleatorias. Metáforas a punta pala: arraste de hojas...arrastre de hechos pasados...arrastre...arrastre, una queda para el arrastre; así quedé yo después del parto, con esa sutura de una episiotomía en el hospital Penna de Buenos Aires, a raíz del nacimiento de mi primer hijo, donde, por única vez en mi vida experimenté el paso de la aguja y el hilo sin sentir dolor. Algo había separado el dolor del sufrimiento. Allí no hubo arrastre, sino sorpresa. ¿Sería la felicidad por el hijo deseado; ese escurridizo y remanido estado interior que ha llenado páginas y más páginas de la literatura universal? A todo esto, ¿existe la felicidad? Y qué sé yo. Ya me conformo con vivir tranquila. Acá intercalo un párrafo de Jorge Luis Borges sobre este tema: "Tampoco jugaré a ser feliz, porque lo soy a ratos perdidos. Pero a veces, caminando por la calle, siento una racha de felicidad, y trato de no indagar por la razón; porque si lo hago comprobaré con harta felicidad que me sobran motivos de desventura" (Borges).

Las hojas amarillas sonríen al paso del rastrillo, ya no tienen clorofila ni nada importante que hacer. Han sido separadas de la rama pero todavía viven aunque no padecen. (Como mi episiotomía) Se dejan llevar...eso es una vida serena, como mi vejez tranquila. ¡Qué diferencia con las urgencias de la juventud! 


Hablando de juventud, Bartolo, el joven gato de mis vecinos, se trepó torpemente al árbol y, tratando de no caerse, sacudió las ramas, que mansamente dejaron caer hojas viejitas sobre mi cabeza y me brindó involuntariamente, una chispa de felicidad y de risa. 

De padres neuróticos suelen salir hijos neuróticos. Y así, en el maremágnum de los vértigos emocionales, nacieron y crecieron mis 3 hijos. Los pobres ni se imaginaban donde habían caído. Porque los hijos no nos eligen, simplemente nacen y se tienen que aguantar con lo que hay. Igual que nosotros con nuestros padres y así hasta el origen de la primera ameba. Pero la neurosis no tiene nada que ver con la dureza o blandura del corazón, con los sentimientos hacia los demás, con la empatía (palabra de moda poco aplicada en la práctica). Cada uno de nosotros, en esta familia, tiene una madera esencial y primaria y cada uno de nosotros fue arrojado al mundo que nos tocó, sin contemplaciones. Con esos elementos, nuestro entorno y con esa madera, nuestra genética; nos miramos las manos y, siempre pero siempre, tomamos decisiones con lo que tenemos en estas manos. Tenemos el imperativo categórico que podemos (Kant). No mucho más. Improvisamos. Hablando de improvisaciones, estoy podando un rosal. Improvisando: cortando ramas llevada por el instinto y con cuidado de no pincharme, aunque muchas veces me pincho igual. Eso pasa con las familias también: nos pinchamos, nos decimos cosas dolorosas sin medir las consecuencias y a la vuelta de los años nos hemos podado mal, dejando cicatrices que duelen más que las propias heridas y que han terminado por crear auténticos cañadones. Si todo se redujera a podar un rosal... en fin. 

Uno es un DASEIN, según Martín Heidegger, un humano con un escenario ya montado donde los personajes, la historia que nos antecede, la educación, la política y mucho más, condicionan nuestro futuro y delinean nuestra personalidad. Mi hijo mayor Camilo hizo cosas, con las posibilidades de que disponía, que siempre le agradeceré, pero hay una que destaca con luz propia: él solito tuvo que cortar (podar) el cordón umbilical conmigo porque yo no podía. Simplemente no podía. Y eso sí que es enfermizo. Me recuerda a mi tenaz enredadera, que lo invade todo con su amoroso verde y sus patitas adherentes: un apego demasiado pegote. Mi hijo logró deconstruirse (como dicen ahora) y de a poco, reconstruirse en otro país partiendo de cero. Años más tarde pudo darle trabajo en el cámping de Dinamarca a su ex y a su hijo y, aunque después las cosas terminaron como el rosario de la aurora (porque trabajar con la familia es muy complicado), acá estamos para rescatar lo positivo, coser y no cortar y dejar atrás las lastimaduras para que, si es posible, se vayan curando con el paso de los siglos.  Cuando los bordes de una herida se acercan y contactan nítida e íntimamente, (como en los tejidos bucales. Deformación profesional) es probable que lleguen a cicatrizar. OJALÁ.


Y hablando de heridas, es como cuando me muerde los pies mi ganso ampurdanés bautizado en la religión de los agnósticos Cuaco, que me sigue como un perrito y ha decidido quedarse a vivir con nosotros sin permiso; las lastimaduras que provoca son las de un animal salvaje. A lo mejor es una muestra de cariño y los dasein no sabemos interpretarlas. Eso no impide que lo saque a escobazos, obvio. Y al final, tampoco sabemos interpretar a los de nuestro propio idioma. Todo se ha vuelto cada vez más incomprensible, como los algoritmos.

 Sigo hilando reflexiones mientras trabajo en mi jardín. Con la llegada del otoño, el césped ha sido tapizado por un manto de tréboles. Debajo está esa maraña dura y consistente del gramillón. Al igual que nosotros, que nos volvemos impenetrables. ¿Será como con el principito, que lo esencial es invisible a los ojos?

El viento de levante arrecia y las altísimas palmeras doblan sus troncos pero no se quiebran, aunque murmuren entre sí, protestando, porque se les arruina el peinado. Mi hija Cuyén, la segunda y la del medio, sostuvo ella solita, como una palmerita muy resultona, a mi empresa mientras yo transitaba mi particular calvario: una enfermedad autoinmune y como colofón una reabsorción de la cabeza del fémur con posterior prótesis de cadera. Durante un año ella se ocupó de todo mientras yo hacía lo que podía, trabajando a los trompicones, mientras me iba curando de a poco. Del cuerpo y del alma. Como si eso fuera poco, ella me puso en contacto con una familia muy buena que me alquiló la casa de La Rosaleda, en Chiclana, con lo cual me resolvió un problema y no sólo eso: poco tiempo después esa misma familia me la compró. Esa venta salvó mi siempre arriesgada economía de la crisis de la quiebra de Lehmans Brothers. Mi hija Cuyén es una chica decidida, como cuando era jovencita y se largó a Londres a explorar el mundo como una semilla que vuela grandes distancias para intentar fructificar en otros idiomas. 


Hay en mi jardín árboles de hoja caduca y de hoja perenne. Los de hoja perenne están siempre presentes, en las buenas y en las malas. Así es mi hijo Alejo, que estuvo al lado de su padre en Argentina hasta su muerte, en los momentos más aciagos y terribles de una enfermedad terminal. Eso no lo hace cualquiera por un padre que estuvo ausente la mayor parte de su vida.  Años antes, me acompañó durante mi recuperación de la cadera, aunque tuvo que venir de Londres, donde vivía en ese momento. De hecho, en la clínica dónde me operaron, en mi primera ducha después de la cirugía, me armó un camino con toallas hasta el baño para que no me resbalara con las muletas; eso fue para mí, un precioso recuerdo que atesoro y que nunca olvidaré. Allí comprobé que este chico tenía vocación de cuidador, de protector, como las copas de las higueras bien podadas,  que son la sombrilla más perfecta para el prepotente sol del verano.  

Y llegado el momento tuvo el valor de desapegarse él también e iniciar una nueva vida en Argentina, alejándose de cosas que le hacían daño, por ejemplo, una familia neurótica. Mis hijos saben volar con alas propias, sólo espero que sepan aterrizar cuando llegue el momento. Como se bastan a sí mismos, creo que todavía no aprendieron, que, en tiempos difíciles, más vale unirse que alejarse. Y no me refiero a la lejanía física. Pero ya lo descubrirán, como dice el Martín Fierro. La vida se encarga generalmente de eso. 


Siempre que el granado de mi jardín está feliz con sus grandes frutos colgando, una no puede dejar de evocar un arbolito de navidad. Navidades hubo muchas pero yo no olvidaré con particular ternura una en la que, milagrosamente, estábamos todos. La reunión era en el piso mío de Cádiz y ya habíamos cenado. Cuyén bajó a comprar algo (alcohólico, seguro) y se encontró con 2 alemanes desconocidos, totalmente perdidos y que pululaban desorientados, buscando un hotel dónde quedarse. Hablaban un inglés perfecto. Ni lenta ni perezosa se los trajo a mi casa a cenar lo que había quedado. Charlamos hasta quedarnos sin saliva. Encantadores los dos. 

A Alejo le pareció disparatado que trajera a dos desconocidos a una reunión íntima y familiar (siempre tan formalito) y por eso estuvo un tiempo con cara de malas pulgas, pero eso no le impidió relajarse luego y salir de copas con ellos hasta las tantas de la madrugada y conseguirles un hotel. Fue una Navidad muy divertida. Camilo se reía como nunca de la inesperada situación. Es un lindo recuerdo de cuando estábamos juntos. El factor imponderable apareció muchos años más tarde: el coronavirus. El mundo ya no volverá a ser igual. Está en manos de pocas personas y ahora nos gobiernan los algoritmos, que no están al alcance y al espíritu crítico de cualquiera, con lo cual, estamos en sus dudosas manos. Lo del libre albedrío démoslo por muerto y hagamos lo que podamos.

Sólo nos queda el amor, aquéllo que según Ignacio Martínez Mendizábal, el paleontólogo de la sierra de Atapuerca, empujó a la selección natural de nuestra especie. Sólo nos queda el amor. ¿De verdad habrá subsistido?

viernes, 13 de noviembre de 2020

ODA ESCRITA EN 1966


 Jorge Luis Borges.

Nadie es la patria. Ni siquiera el jinete

qué, alto en el alba de una plaza desierta,

rige un corcel de bronce por el tiempo,

ni los otros que miran desde el mármol,

ni los que prodigaron su bélica ceniza

por los vamos de América

o dejaron un verso o una hazaña

o la memoria de una vida cabal

en el justo ejercicio de los días.

Nadie es la patria. Ni siquiera los símbolos.


Nadie es la patria. Ni siquiera el tiempo

cargado de batallas, de espadas y de éxodos

y de la lenta población de regiones

qué linda con la aurora y el ocaso,

y de rostros que van envejeciendo

en los espejos que se empañan

y de sufridas agonías anónimas

qué duran hasta el alba

y de la telaraña de la lluvia

Sobre negros jardines. 


La patria, amigos, es un acto perpetuo

como el perpetuo mundo. (Si el Eterno

Espectador dejará de soñarnos

un solo instante, nos fulminaría,

blanco y brusco relámpago, Su olvido.)

Nadie es la patria, pero todos debemos 

ser dignos del antiguo juramento

qué prestaron aquellos caballeros

de ser lo que ignoraban, argentinos,

de ser lo que serían por el hecho 

de haber jurado en esa vieja casa. 

Somos el porvenir de esos varones,

la justificación de aquellos muertos;

nuestro deber es la gloriosa carga

qué a nuestra sombra legan esas sombras

qué debemos salvar. 


Nadie es la patria, pero todos lo somos.

Arda en mi pecho y en el vuestro, incesante,

ese límpido fuego misterioso. 


                 JORGE LUIS BORGES.