lunes, 21 de diciembre de 2020

MATADORES DE ILUSIONES

 Asesinos de ilusiones

HORACIO GENNARI




Entre diversos crímenes perfectos existentes, creo que los peores son aquellos ejecutados por los “Matadores de Ilusiones”. Son quizás más peligrosos y más arteros que los “Refutadores de Leyendas” al decir de Alejandro Dolina ya que los “Matadores de Ilusiones” no solo te arrancan tus sueños sino que también construyen relatos, incluyendo hasta épicas mentirosas, para que de esta forma puedas quedar falsamente satisfecho, aunque la realidad muestre otra cosa, esto viene ocurriendo hace décadas. El ser humano se ha movido hacia delante siempre y únicamente por las utopías, los sueños y las ambiciones, en suma ilusiones para encontrar un futuro mejor.

En viajes por el interior del país, sobre todo en la Provincia de Buenos Aires, siempre llamó la atención la visión de los que fundaron (1850-1900) gran cantidad de ciudades con un trazado pensado en base al crecimiento por venir. Doy por caso Tres Arroyos, Azul, Tandil y tantas otras, en las que, repetidamente, se impone el corazón central de una gran plaza, rodeada de una santísima y alta iglesia, un par de bancos imponentes, la Municipalidad y muy cerca seguramente una escuela importante. Pero lo que más me conmueve es que esas ciudades fueron pensadas y diagramadas hace 150 años con muy amplias avenidas, algunas hasta con diagonales, cuando en realidad pocos o ningún automotor circulaba por esos paseos. Me he preguntado muchas veces que fue lo que llevó a los fundadores de esas urbes a diagramarlas de manera tan ostentosas, expansivas, inmortales. No encuentro otra respuesta que la de las “Ilusiones Buscadas”. Teníamos en ese entonces, la capacidad de mirar un horizonte, “pensar en grande”. 

De chico, mis ilusiones tenían matices y complejidades, ya que el mango escaseaba fuerte y no era cuestión de alimentarse con muchas esperanzas sobre todo materiales. Sin embargo, los viejos nos formaron con la fuerza del “Tú puedes”, popularizado luego por los chantas de los movimientos de autoestima de los 90. Hay que zanjar una vieja disputa sobre la frase “Alpargatas sí, Libros no” que se atribuye (erróneamente) a voces oficiales del peronismo en 1945. Esa frase, de haber existido, fue más bien un grito de los marginados contra cierta elite (epicentro de la sociedad hasta ese momento) y no representaba justamente a la política de Estado del gobierno que asumía. Es mi opinión y como tal es discutible, como cualquier provocación al pensamiento. Seguramente fueron varias pintadas y carteles. Quizás también hasta aclamaciones callejeras azuzadas por ciertos sectores. Demos vuelta la página, quedarnos en la antinomia Civilización o Barbarie en este mundo digital es prehistoria absoluta. Sin embargo, vengo a poner sobre la mesa otra mirada, no podemos construir un país sin libros, sin alpargatas y solo con barbijos. Si entregas barbijos, por favor entrega libros o cuanto menos alpargatas también. Va de suyo que al decir “libros”, estoy diciendo “educación”. Y al decir “alpargatas” estoy diciendo mucho más que tener un calzado. Cuando se le grita “planero” a alguien de ese 50% que está en la pobreza, no está entendiendo que hay una generación de compatriotas que no han tenido siquiera la oportunidad de conocer otra cosa. No son ellos los responsables, ellos son las víctimas, Los que hemos tenido la suerte de habernos educado, saber lo que es un trabajo digno, entender que solo con el esfuerzo podremos crecer, no debiéramos excomulgar al marginal ya que por él nada bueno ha fluido, El 50% de nuestra población vive en la pobreza y la verdadera grieta es esa, no la estúpida grieta inventada en las Bancadas de Parlamentos o en los Despachos con Boiserie. La Grieta es entre el que nada tiene (por que nunca nada tuvo) contra el que tiene algo y trata de defenderlo. ¿En qué mísero instante nos volvimos chiquitos de ideales y de pensamientos? ¿Cómo es que hemos permitido que el funcionarios (cualquiera fuese) por que hay de todos los colores y gestiones, nos dijeran “no tengo plan, lo vamos viendo día a día”?. De pensar en grande pasamos a inaugurar una canilla, un pozo de agua, un aula más de una escuela o algún pequeño ala de un hospital, me pregunto donde están los líderes que tengan una mirada a 30 años.

¿Es que nos hemos vuelto tan chiquitos o tan pobres?


viernes, 18 de diciembre de 2020

AFICIONADOS A LA ASTRONOMÍA


 PARA TODOS LOS PROFESIONALES Y AFICIONADOS A LA ASTRONOMÍA. 


LAS LEYES DE MURPHY DEL MUNDO ASTRONÓMICO:


– Siempre esta despejado cuando hay Luna Llena.

– Tres hechos son mutuamente excluyentes: o no tener que trabajar al día siguiente, o no hay nubes o no hay Luna Llena.

– Si está despejado y sin Luna, hará un frío aterrador y el viento soplará como un huracán.

– Un alineamiento polar perfecto implica que le pegaras una patada a la pata del trípode en la oscuridad.

– Al hacer una fotografía astronómica; la importancia y dificultad de conseguir la imagen son directamente proporcionales a la posibilidad de que un avión,con montones de luces parpadeando, cruce a través del campo que esta fotografiando.

– En el momento que estés comprando el telescopio, el tiempo será esplendido. Para cuando llegues a casa, el cielo se habrá llenado de nubes; y durante varios días [algunos dicen que durara tantos días como centímetros de apertura tenga el telescopio adquirido].

– Si su espejo principal es inaccesible -como en muchos Schmidt-Cassegrain- las probabilidades de que haya manchas en el espejo se incrementara en un orden de magnitud.

– Si necesita apuntar el telescopio a la Polar para alinearlo; su terraza tendrá árboles que la ocultarán.

– La cantidad de nubosidad es directamente proporcional al deseo del astrónomo de observar.

– Bajo cielos parcialmente nublados, las nubes cubrirán exactamente esos objetos que tenga mas ganas de observar, dejando otras áreas totalmente libres de nubes.

– En invierno, la temperatura es siempre al menos 10 grados menor que aquella para la que se había vestido.

– Durante el verano, la cantidad de mosquitos es siempre un diez por ciento superior a lo que se ha previsto.

– Un lugar de observación no tendrá más de dos de las condiciones siguientes: Cielos oscuros, horizontes sin obstáculos, suelo firme, o servicios.

– La distancia al lugar de observación es directamente proporcional al numero de piezas importantes que habrás olvidado llevar.

– La posibilidad de que se enciendan luces, linternas, faros, luces interiores o pilotos traseros es directamente proporcional al número de obturadores abiertos y al número de observadores que hayan empezado su adaptación a la visión nocturna.

– Justo cuando encuentre el objeto que lleva buscando toda la noche, el vecino encenderá las luces de casa destrozando su adaptación visual a la oscuridad.

– Los oculares sufren una atracción magnética irresistible hacia el cemento, a diferencia de los tornillos y tuercas pequeñas que sufren una atracción magnética irresistible hacia la hierba alta.

– La probabilidad de que alguien gire su linterna o la encienda justo sobre sus instrumentos es directamente proporcional a la duración de la exposición de la imagen que esté tomando.

– Todos los apagones suceden en noches nubladas o de Luna Llena.

– Un termo cae siempre sobre el mapa mas cercano. Los ejemplares caros o los que estén sin plastificar tienen prioridad. Este principio no es aplicable si el termo estuviera vacío.


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domingo, 6 de diciembre de 2020

LOS LÁPICES DE COLORES

JUAN SOLÁ
 -Escuchame una cosita, mamita, ¿vos qué tenés en la cabeza, me querés decir?


La señora Raquel tenía cara de sapo. De sapo malo, como esos enormes que hay allá en Colonia Benítez, que en verano se paran abajo de los postes de luz para comerse los bichos. 


Yo ya no quería ir más a la salita, pero qué iba a hacer. 


-¡Pariste hace cuatro meses, nena! ¿Tu mamá sabe que estás embarazada de nuevo?


Parece que la señora Raquel no entiende que, aunque a mí me duela tanto tener que ir a verla, necesito que me ayude. Parece que ella se olvida que hay veces que uno odia lo que necesita, como ese beso que te da tu mamá antes de soltarte la mano para que entres a la escuela, cuando sos demasiado chiquita para que tu guardapolvo esté tan gastado y la señorita te pone última en la fila para que la directora no vea tus zapatillas de lona, llenas de agujeros. Yo odiaba ese último beso, porque anunciaba su ausencia, pero lo necesitaba para sobrevivir.


-¡Vos tenés que aprender a decir que no, mamita! Quince años, tenés. ¿Sabés quién es el padre de este, por lo menos?


Yo miré fijo las baldosas de la salita, que eran un poco blancas y un poco grises, como la tiza contra el pizarrón negro. 


Dibujo lo que quiero ser cuando sea grande, había escrito la señorita, que se llamaba Alba y tenía olor a quita-esmalte. 


Cuando abrí la cartuchera, me encontré con un lápiz negro, un lápiz amarillo y un lápiz verde y pensé que con esos tres colores no alcanzaba para mostrarle a la seño lo que yo quería ser cuando fuera grande. Le pregunté a Gabi si me prestaba sus lápices y me dijo que la mamá no le daba permiso, así que tuve que dibujarme con los colores que tenía. Es muy difícil dibujar lo que querés ser si no tenés colores y nadie quiere prestarte. 


-¿Cómo no le pediste que se ponga un preservativo? ¿No te acordás que te hablé de los preservativos? ¿Te acordás que te mostré como se ponían?


La señora Raquel me miraba fijo, con las cejas juntas y la boca hecha una línea recta. Yo murmuré que sí, que me acordaba.


-¿Y entonces? ¿Por qué no te cuidaste? 


No me animé a decirle. Quería, pero no me animé a explicarle que al Miguel no le podía pedir nada. No supe cómo decirle que cuando el Miguel viene, yo tengo que quedarme callada y poner la cara abajo de una almohada, porque él no quiere que lo mire. Quería explicarle que yo hubiese querido que las cosas fueran distintas, pero que mi casa era una cartuchera vacía y que a esta altura ya no me quedaba ni un solo color para poder dibujarme. Porque en mi casa manda el Miguel y el Miguel no sabe nada de colores porque es todo negro.


-¿A vos te parece lindo que tus nenes no tengan padre?


Tienen padre, pensé, pero no dije nada. Qué iba a decir, si en mi casa manda el Miguel y el Miguel me dijo que si digo algo, la va a dejar a mi mamá en la calle. Qué iba a decir, si la señora Raquel no me quería prestar los colores para explicarle.


Juan Solá.

miércoles, 2 de diciembre de 2020

GRIETA

CUENTO CORTO de Mónica Bardi


 ¡Qué vida de perros! De contenedor en contenedor buscando algo para comer. Frío, lluvia, nieve, sol escrachante...todo aposentado en mi pelaje. Pero, ¿qué digo? Si yo soy un gato. Eso, claro, no cambia mucho... todo sobre el pelaje. Aunque ahora que lo pienso no es lo mismo un cánido que un felino. Para los hombres, esos tipos raros que caminan en 2 patas, nos dividimos nítidamente entre los que quieren a los perros y los que quieren a los gatos. Y a veces son excluyentes. ¡Ah, me olvidaba! Están los que no quieren ni a unos ni a otros. ¿Creerán que somos tipo dinosaurios pequeños? ¿Seres peligrosos? Todos los seres vivientes sabemos que los peligrosos son ellos, los de 2 patas y un gran cerebro, el mayor depredador del planeta. Y ellos también lo saben, por supuesto, pero ¿qué pueden hacer? 
En fin, así es la vida. Son humanos, demasiado humanos. Algún día se restablecerá el equilibrio y los hombres volverán a las cavernas...algún virus al que nosotros seremos inmunes se hará cargo de ellos. Cada vez que me pongo a reflexionar sobre esto (lo hago sólo si he comido, con la panza vacía no puedo) me doy cuenta que no puedo compartir mis pensamientos con mis colegas de contenedor. No me entienden. Son idiotas. Me siento solo a veces. Tengo un par de amigos con los que puedo hablar y sanseacabó. El resto pertenecen a una masa informe sin personalidad ni convicciones. Y si sale un tema controvertido, en seguida aparecen las garras, se acabó el diálogo: la famosa grieta. 

Mi vida se ha complicado. Hay mucha competencia y poca cooperación. Por eso cuando viene un chico/a simpáticos a querer acariciarme, yo me dejo... a ver si me adopta. Con un poquito de suerte me consigo casa y comida gratis sin tanto sacrificio. Siempre voy aseado para dar una buena impresión y si pudiera sonreír, lo haría. Por lo menos, ronroneo, que es casi lo mismo.  

Un día, el planeta, contento de seguir girando alrededor del sol, nos regaló una espléndida mañana. Un joven amoroso se me acercó y me empezó a acariciar. Tuve suerte: me llevó a la casa de sus abuelos, porque su madre no quería bichos en casa y  allí empezó mi segunda vida. Me mimaban muchísimo, comía lo que quería, correteaba a las ratas de campo en el jardín enorme, iba y venía. Lo genial era que podía siempre volver a mi refugio seguro. Eso tienen las casas paternas: uno siempre puede volver. Pero lo mejor era que ellos nunca me criticaban o me regañaban: nos entendíamos a la perfección; no mezclábamos la política, claro. Siempre hay algún tema tabú. Muchas veces mirábamos los tres la tele en la cama. Empezaron a llamarme Sinclair, un nombre largo y difícil de acortar para voces a la distancia pero a ellos les gustaba porque es el de un personaje de Hermann Hesse que describe el cisma entre el mundo bajo techo, cálido y hogareño y el mundo exterior, hostil y peligroso. 

Éramos felices: seducir a los humanos no es difícil. Simplemente hay que saber con quién ponerse meloso y con quién no. Siempre ser prudente y con un pelín de sana desconfianza. Los niños malcriados son mi pesadilla. Un horror esos personajillos de dos patitas. 

Antes o después me descubren y venga darme el coñazo: se creen que soy un peluche. Un día me voy a hacer un tatuaje que diga: "GATO, NO TOCAR". 

Pero aguantar hay que aguantar porque escuché por ahí una palabra amenazante: CASTRACIÓN. Tengo entendido que te cortan las pelotas y entonces sí que casi llegas a la categoría de peluche. ¡Mein Gott, señor de los faraones egipcios, ampárame y protégeme! Los humanos son capaces de cualquier cosa. Por eso me porto bien, no araño, no muerdo ni aunque sea jugando. ¿Aquí no hay animales sagrados? ¡Claro!, hay COSAS sagradas, animales sagrados, no. 

Pero a lo que iba: estaba yo en ese seguro y luminoso hogar y casi había olvidado por completo el otro mundo duro y desconsiderado que un señor Darwin definió como el de "la supervivencia del más apto". No del más fuerte sino el del más APTO. No nos equivoquemos. (eso lo aprendí viendo en Youtube a Ignacio Martínez Mendizábal) Yo era apto: me buscaba bien la vida. Les acomodaba el pelo a los otros gatos, trataba de ser amable y compartía mi comida. 

Súbitamente algo cósmico quebró la armonía. El cielo se cubrió de luces de todos colores, los sonidos subieron a 14000 decibelios y lo que era placentero silencio trastocó en infierno. Un bosque de piernas interfería mi andar, música a todo gas, poca luz y bailarines efusivos regados con alcohol, transformaron una vivienda tranquila en un aquelarre. Y no fué una vez...el cambio persistió. Cómo si una alfombra mágica nos hubiera trasladado a mis abuelos y a mí, mientras dormíamos, a ese lugar espantoso dentro del mismo espacio. Muy loco. Ahí empezó mi tercera vida. 

No podía entender por qué había habido un cambio tan agudo entre una forma de vivir y la otra. Era como una absurda metamorfosis, algo, para mí, inaceptable, imposible de digerir. Escuché por ahí: "son vacaciones y vinieron los jóvenes a divertirse". Los abuelos aguantaban como podían. El hecho es que mi pobre cerebro mamífero, tan evolucionado, con neuronas tan armoniosamente conectadas, se colapsó. Se apoderó de mí un pánico infinito; me volví huraño y avinagrado. Los estrépitos al final cesaron y por fin llegó el invierno,  pero mi desconfianza no hacía más que agigantarse. Algo me había cambiado el carácter de manera irreversible. Era muy joven y vulnerable. 

En un par de años empecé a hacer daño. Arañaba al que se acercaba. ¿Qué me había pasado? ¿Por qué no podía dejar atrás el resentimiento y el odio que crecía en mi interior? Mis abuelos no sabían que hacer. Me acariciaban preguntándome: "Sinclair ¿qué te pasa, tesoro?" Hasta intentaron llevarme al veterinario pero era imposible meterme en un transportín. Había vuelto a merodear compulsivamente  por los contenedores y a relacionarme con gente chunga. No lo podía evitar aunque era plenamente consciente que yo podía tener una vida mucho mejor. 

Así fue pasando el tiempo y, aunque a veces parecía que mejoraba mi carácter, en el momento más inesperado sacaba a relucir mis garras. Una noche salí a dar una vuelta. Una fría y alba luna clareaba todavía más la nieve en ese deslumbrante paisaje en blanco y negro. Los colores habían huído hacia lugares más veraniegos. Hacía mucho frío. De repente vi una cesta de mimbre a los pies de una gran cruz, en un sendero estrecho. ¿Qué hace esa canasta ahí? ¿Tendrá comida? No parece. Unos gemidos débiles salían de allí, así que me acerqué a curiosear. Era un bebé humano recién nacido y alcancé a ver, a lo lejos, a una mujer de negro que huía apresuradamente. 

Ese pequeño humano no podría sobrevivir allí mucho tiempo. No sabía que hacer, pero en principio me acurruqué al lado del bebé y se ve que, con el calor de mi cuerpo, pudo dormirse. Pasaron las horas y el niño empezó a llorar: tiene hambre, pensé. 

Salí a buscar algo para darle pero enseguida comprendí que leche era lo que necesitaba. Es muy difícil darse cuenta de las necesidades de los demás. Me acerqué a mis colegas de los contenedores a ver si alguna gata tuviera a bien darle la teta, en caso de que hubiera parido hace poco. Pero los veterinarios los habían castrado a todos, para limitar la población felina.  No había madres disponibles. Mejor, los hijos son un engorro. Lástima el bebé. Con los perros no podía contar. No me entendían. 

Mientras distraídamente pensaba en ello, súbitamente unos tipos de uniforme me pillaron con una red y me llevaron a un refugio animal, junto con otro montón de gatos.

-Pásame los que tienen que ser castrados- dijo uno alto y flaco de bata blanca. Y entre ellos iba yo. ¡Lo que tanto había temido! ¡Mis pobres e indefensos testículos!... qué poco habían durado. Ni tiempo para reproducirme.

Eso me recordó al bebé abandonado, pero ¿cómo les avisaba? La grieta lingüística. Luego me anestesiaron y ya no recuerdo más nada. Un par de días más tarde me soltaron ya castrado. No me dolía el cuerpo, así que me acordé y me acerqué a la cesta al pie de la cruz. "Quizás el dios de los humanos se haya apiadado de él, aunque algunos digan que Dios ha muerto". 

Pero no sólo dios había muerto, sino el bebé también. Estaba azul y relajado. Muerto. 

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"¡Sinclair, volviste!" se alegraron los abuelos. Efectivamente, volví a mi siempre amigable hogar, templado y acogedor, pensando que, si hubiéramos hablado el mismo idioma, si nos hubiéramos podido entender, les podría haber avisado, pero eso, claro, era y es imposible. Nunca me hubieran comprendido por mucho que maullara. Pensarían que era otra de mis locuras. Otra vez la grieta. Me acurruqué en mi cama calentita, después de haber saciado mi hambre atrasada. 

El abuelo leía el diario sentado en su sillón y le contaba a la abuela: "¡encontraron una cesta con un bebé muerto!". La abuela, que estaba pintando un cuadro de un perro, comentó en tono triste: "¿Quién puede ser capaz de hacer algo así?" 

Ahí empezó mi tercera vida. Me quedaban varias: el eterno retorno. En fin, me dormí y me olvidé del asunto. 

                                Mónica Bardi