miércoles, 2 de diciembre de 2020

GRIETA

CUENTO CORTO de Mónica Bardi


 ¡Qué vida de perros! De contenedor en contenedor buscando algo para comer. Frío, lluvia, nieve, sol escrachante...todo aposentado en mi pelaje. Pero, ¿qué digo? Si yo soy un gato. Eso, claro, no cambia mucho... todo sobre el pelaje. Aunque ahora que lo pienso no es lo mismo un cánido que un felino. Para los hombres, esos tipos raros que caminan en 2 patas, nos dividimos nítidamente entre los que quieren a los perros y los que quieren a los gatos. Y a veces son excluyentes. ¡Ah, me olvidaba! Están los que no quieren ni a unos ni a otros. ¿Creerán que somos tipo dinosaurios pequeños? ¿Seres peligrosos? Todos los seres vivientes sabemos que los peligrosos son ellos, los de 2 patas y un gran cerebro, el mayor depredador del planeta. Y ellos también lo saben, por supuesto, pero ¿qué pueden hacer? 
En fin, así es la vida. Son humanos, demasiado humanos. Algún día se restablecerá el equilibrio y los hombres volverán a las cavernas...algún virus al que nosotros seremos inmunes se hará cargo de ellos. Cada vez que me pongo a reflexionar sobre esto (lo hago sólo si he comido, con la panza vacía no puedo) me doy cuenta que no puedo compartir mis pensamientos con mis colegas de contenedor. No me entienden. Son idiotas. Me siento solo a veces. Tengo un par de amigos con los que puedo hablar y sanseacabó. El resto pertenecen a una masa informe sin personalidad ni convicciones. Y si sale un tema controvertido, en seguida aparecen las garras, se acabó el diálogo: la famosa grieta. 

Mi vida se ha complicado. Hay mucha competencia y poca cooperación. Por eso cuando viene un chico/a simpáticos a querer acariciarme, yo me dejo... a ver si me adopta. Con un poquito de suerte me consigo casa y comida gratis sin tanto sacrificio. Siempre voy aseado para dar una buena impresión y si pudiera sonreír, lo haría. Por lo menos, ronroneo, que es casi lo mismo.  

Un día, el planeta, contento de seguir girando alrededor del sol, nos regaló una espléndida mañana. Un joven amoroso se me acercó y me empezó a acariciar. Tuve suerte: me llevó a la casa de sus abuelos, porque su madre no quería bichos en casa y  allí empezó mi segunda vida. Me mimaban muchísimo, comía lo que quería, correteaba a las ratas de campo en el jardín enorme, iba y venía. Lo genial era que podía siempre volver a mi refugio seguro. Eso tienen las casas paternas: uno siempre puede volver. Pero lo mejor era que ellos nunca me criticaban o me regañaban: nos entendíamos a la perfección; no mezclábamos la política, claro. Siempre hay algún tema tabú. Muchas veces mirábamos los tres la tele en la cama. Empezaron a llamarme Sinclair, un nombre largo y difícil de acortar para voces a la distancia pero a ellos les gustaba porque es el de un personaje de Hermann Hesse que describe el cisma entre el mundo bajo techo, cálido y hogareño y el mundo exterior, hostil y peligroso. 

Éramos felices: seducir a los humanos no es difícil. Simplemente hay que saber con quién ponerse meloso y con quién no. Siempre ser prudente y con un pelín de sana desconfianza. Los niños malcriados son mi pesadilla. Un horror esos personajillos de dos patitas. 

Antes o después me descubren y venga darme el coñazo: se creen que soy un peluche. Un día me voy a hacer un tatuaje que diga: "GATO, NO TOCAR". 

Pero aguantar hay que aguantar porque escuché por ahí una palabra amenazante: CASTRACIÓN. Tengo entendido que te cortan las pelotas y entonces sí que casi llegas a la categoría de peluche. ¡Mein Gott, señor de los faraones egipcios, ampárame y protégeme! Los humanos son capaces de cualquier cosa. Por eso me porto bien, no araño, no muerdo ni aunque sea jugando. ¿Aquí no hay animales sagrados? ¡Claro!, hay COSAS sagradas, animales sagrados, no. 

Pero a lo que iba: estaba yo en ese seguro y luminoso hogar y casi había olvidado por completo el otro mundo duro y desconsiderado que un señor Darwin definió como el de "la supervivencia del más apto". No del más fuerte sino el del más APTO. No nos equivoquemos. (eso lo aprendí viendo en Youtube a Ignacio Martínez Mendizábal) Yo era apto: me buscaba bien la vida. Les acomodaba el pelo a los otros gatos, trataba de ser amable y compartía mi comida. 

Súbitamente algo cósmico quebró la armonía. El cielo se cubrió de luces de todos colores, los sonidos subieron a 14000 decibelios y lo que era placentero silencio trastocó en infierno. Un bosque de piernas interfería mi andar, música a todo gas, poca luz y bailarines efusivos regados con alcohol, transformaron una vivienda tranquila en un aquelarre. Y no fué una vez...el cambio persistió. Cómo si una alfombra mágica nos hubiera trasladado a mis abuelos y a mí, mientras dormíamos, a ese lugar espantoso dentro del mismo espacio. Muy loco. Ahí empezó mi tercera vida. 

No podía entender por qué había habido un cambio tan agudo entre una forma de vivir y la otra. Era como una absurda metamorfosis, algo, para mí, inaceptable, imposible de digerir. Escuché por ahí: "son vacaciones y vinieron los jóvenes a divertirse". Los abuelos aguantaban como podían. El hecho es que mi pobre cerebro mamífero, tan evolucionado, con neuronas tan armoniosamente conectadas, se colapsó. Se apoderó de mí un pánico infinito; me volví huraño y avinagrado. Los estrépitos al final cesaron y por fin llegó el invierno,  pero mi desconfianza no hacía más que agigantarse. Algo me había cambiado el carácter de manera irreversible. Era muy joven y vulnerable. 

En un par de años empecé a hacer daño. Arañaba al que se acercaba. ¿Qué me había pasado? ¿Por qué no podía dejar atrás el resentimiento y el odio que crecía en mi interior? Mis abuelos no sabían que hacer. Me acariciaban preguntándome: "Sinclair ¿qué te pasa, tesoro?" Hasta intentaron llevarme al veterinario pero era imposible meterme en un transportín. Había vuelto a merodear compulsivamente  por los contenedores y a relacionarme con gente chunga. No lo podía evitar aunque era plenamente consciente que yo podía tener una vida mucho mejor. 

Así fue pasando el tiempo y, aunque a veces parecía que mejoraba mi carácter, en el momento más inesperado sacaba a relucir mis garras. Una noche salí a dar una vuelta. Una fría y alba luna clareaba todavía más la nieve en ese deslumbrante paisaje en blanco y negro. Los colores habían huído hacia lugares más veraniegos. Hacía mucho frío. De repente vi una cesta de mimbre a los pies de una gran cruz, en un sendero estrecho. ¿Qué hace esa canasta ahí? ¿Tendrá comida? No parece. Unos gemidos débiles salían de allí, así que me acerqué a curiosear. Era un bebé humano recién nacido y alcancé a ver, a lo lejos, a una mujer de negro que huía apresuradamente. 

Ese pequeño humano no podría sobrevivir allí mucho tiempo. No sabía que hacer, pero en principio me acurruqué al lado del bebé y se ve que, con el calor de mi cuerpo, pudo dormirse. Pasaron las horas y el niño empezó a llorar: tiene hambre, pensé. 

Salí a buscar algo para darle pero enseguida comprendí que leche era lo que necesitaba. Es muy difícil darse cuenta de las necesidades de los demás. Me acerqué a mis colegas de los contenedores a ver si alguna gata tuviera a bien darle la teta, en caso de que hubiera parido hace poco. Pero los veterinarios los habían castrado a todos, para limitar la población felina.  No había madres disponibles. Mejor, los hijos son un engorro. Lástima el bebé. Con los perros no podía contar. No me entendían. 

Mientras distraídamente pensaba en ello, súbitamente unos tipos de uniforme me pillaron con una red y me llevaron a un refugio animal, junto con otro montón de gatos.

-Pásame los que tienen que ser castrados- dijo uno alto y flaco de bata blanca. Y entre ellos iba yo. ¡Lo que tanto había temido! ¡Mis pobres e indefensos testículos!... qué poco habían durado. Ni tiempo para reproducirme.

Eso me recordó al bebé abandonado, pero ¿cómo les avisaba? La grieta lingüística. Luego me anestesiaron y ya no recuerdo más nada. Un par de días más tarde me soltaron ya castrado. No me dolía el cuerpo, así que me acordé y me acerqué a la cesta al pie de la cruz. "Quizás el dios de los humanos se haya apiadado de él, aunque algunos digan que Dios ha muerto". 

Pero no sólo dios había muerto, sino el bebé también. Estaba azul y relajado. Muerto. 

......,..............................................................................

"¡Sinclair, volviste!" se alegraron los abuelos. Efectivamente, volví a mi siempre amigable hogar, templado y acogedor, pensando que, si hubiéramos hablado el mismo idioma, si nos hubiéramos podido entender, les podría haber avisado, pero eso, claro, era y es imposible. Nunca me hubieran comprendido por mucho que maullara. Pensarían que era otra de mis locuras. Otra vez la grieta. Me acurruqué en mi cama calentita, después de haber saciado mi hambre atrasada. 

El abuelo leía el diario sentado en su sillón y le contaba a la abuela: "¡encontraron una cesta con un bebé muerto!". La abuela, que estaba pintando un cuadro de un perro, comentó en tono triste: "¿Quién puede ser capaz de hacer algo así?" 

Ahí empezó mi tercera vida. Me quedaban varias: el eterno retorno. En fin, me dormí y me olvidé del asunto. 

                                Mónica Bardi

2 comentarios:

  1. Muy bueno Moni! Y cuánto sí podemos "hablar" con nuestras mascotas de casa! Gea entiende castellano!!!! Y mi perrito anterior Luqui hablaba conmigo y ME ENTENDÍA PERFECTAMENTE!!! Te mando un beso lejano y seguí escribiendo que me hace bien leerte.

    ResponderEliminar
  2. Pretende ser metafórico de la ausencia de comunicación de algunos miembros de mi familia.

    ResponderEliminar