La cuestión iba remontando con tintes cada vez más románticos aunque ella se resistía a dar el paso de conocerse en persona porque temía una desilusión, hasta que ya fue inevitable y quedaron en verse en el Parque del Retiro de Madrid.
La presunción de mi amiga fue acertada: no hubo flechazo ni nada parecido por ninguna de las dos partes. Al revés: ambos parecieron no gustarse con esa primera mirada. Pero, inesperadamente, allí empezó una gran amistad, que, como casi todas las amistades entre hombre y mujer, terminó en la catrera (cama en argentino). Así que, por lo visto, no hubo Cupido con sus flechas, aunque sí hormonas con su neuroquímica infalible.
Antes de proseguir con este relato de la vida real he de decir que Cecilia es una mujer con un gran recorrido de vida, en el cual demostró una potente inteligencia natural, sentido común, humor y carácter; todo eso adornado con una inequívoca dignidad como telón de fondo. Una mujer íntegra. Según C. S. Lewis la integridad sería hacer lo correcto aunque sepas que nadie te está observando. La integridad es entonces una virtud moral fundacional y la base sobre la cual se puede establecer un buen carácter. Por todo eso a Cecilia yo le puse un mote: la marquesa de Sudaquia, ya que ella había nacido en Chile que, como todo el mundo sabe, está en el sur del sur.
Sus decisiones en una vida muy complicada en dos países, ya que un día decidió emigrar a España, hablan por sí mismas.
El hombre en cuestión no estaba a su altura. Era buen compañero, atorrante y simpático pero, a la hora de la verdad, se quedaba corto, por así decirlo. Para empezar, no le dijo que estaba casado, aunque su mujer se había largado al Paraguay, su país de origen, hacía muchos meses y el creyó que ya no volvería a España. Mentirijilla de entrada, nomás.
Así que la marquesa de Sudaquia, creyéndolo sin compromiso, se instaló algunos días por semana en la casa de él, aunque seguía teniendo la suya. Mantuvieron una relación con picantes condimentos de intenso erotismo y divertido compañerismo, aunque los dos reconocían que no estaban enamorados. Aunque yo me pregunto: ¿quién necesita amor con tanto compatibilidad?¿Eso no es amor? ¿Faltan las mariposas en el estómago? Uf, no me hagan caso, fue un comentario cínico. Ya pasó.
Ambos trabajaban mucho pero también disfrutaban de la vida. Hicieron varios viajes por preciosas ciudades españolas mientras la relación se iba fortaleciendo. Ella mejoró la vida de él con sus artes de gran cocinera y mejor organizadora.
Y ahora viene lo memorable: un día cualquiera alguien golpeó a la puerta y resultó ser la otra. Mejor dicho, la una, o sea, la esposa paraguaya.
El quedó paralizado, ella también... pero solo unos instantes. Del otro lado de la puerta la otra, es decir la una, la esposa paraguaya, pedía que se le abriera la puerta pero sin demasiada convicción. Algo se imaginaría. Pero claro, no hay que tener altas capacidades para pensar que hubiera sido prudente y hasta conveniente avisar con antelación de su llegada.
Cecilia, con buenos reflejos, se hizo cargo de la situación y abrió la puerta. Los cambios energéticos operados en ese tenso triángulo se pusieron, cómo no, del lado de mi amiga estupenda, quien tomó el mando del turbulento desaguisado. Tal es asi que la marquesa de Sudaquia, luego de un breve intercambio de palabras con los otros dos, dijo rotundamente que ella no se iba de esa casa, con esposa paraguaya o sin ella. Lo más extraordinario del momento es que los otros dos lo creyeron mientras Cecilia supo desde el minuto cero que lo único que quería era darles un escarmiento y no quedarse a vivir.
Así que, en tono imperativo, le ordenó a su querido muchacho que colocara una cerradura en el dormitorio principal porque ella pensaba dormir en el y con él, como lo venía haciendo los últimos meses, pero que quería sentirse segura. El hombre lo hizo prestamente porque era cerrajero de profesión y, además, porque cualquiera le llevaba la contraria a mi amiga.
Luego el se fue a su trabajo dejando a las dos mujeres solas. Escapó cobarde y convenientemente.
Ellas hablaron y hablaron. Al final, mi amiga estupenda, la marquesa de Sudaquia, terminó dándole unos consejos a la otra, la una, la esposa paraguaya, ya que, por lo visto, estaba bastante contrariada por esa inesperada presencia y asumió un innecesario papel de víctima. Cosa que a Cecilia la sublevó, pero se contuvo porque se dió cuenta que estaba ante un "animal" indefenso. Terminó hablándole de la autoestima y la dignidad de la mujer como quien le habla a una niña pequeña que lloriquea. Para quitarle hierro al asunto le puso música: polkas paraguayas, que con sus hipnóticas arpas tranquilizaron a la mujer desairada.
Esa noche Cecilia durmió con su amigo, tal como lo había dejado claro desde el principio. Cerró con llave y la "otra" se quedó en el dormitorio de invitados. Al día siguiente se marchó tan ricamente dejándolos a ellos ajustando cuentas y ya no volvió más, nunca más.
A partir de ese momento, la marquesa de Sudaquia y él siguieron hablando por teléfono alguna que otra vez pero el encanto se había roto y el paulatino alejamiento fue inevitable, lo cual me recordó unas palabras que un conocido repetía: "cuando se rompe una estatuilla de porcelana se puede restaurar, pero ya no es lo mismo".
Pasados los años el hombre fue comprendiendo que había perdido para siempre a su joya más valiosa. Pero así es la vida, pone a cada uno en su sitio: demasiada mujer para tan poco hombre: después de todo ella era marquesa y él un pobre plebeyo.