sábado, 30 de noviembre de 2024

COSAS QUE ME CUENTAN (6)

 



Mi amiga Cecilia hizo una llamada telefónica pero se equivocó de número y, como consecuencia de ello, entabló unas interesantes conversaciones con un desconocido muy simpático, que se prolongaron durante ¡ocho meses! 

La cuestión iba remontando con tintes cada vez más románticos aunque ella se resistía a dar el paso de conocerse en persona porque temía una desilusión, hasta que ya fue inevitable y quedaron en verse en el Parque del Retiro de Madrid. 

La presunción de mi amiga fue acertada: no hubo flechazo ni nada parecido por ninguna de las dos partes. Al revés: ambos parecieron no gustarse con esa primera mirada. Pero, inesperadamente, allí empezó una gran amistad, que, como casi todas las amistades entre hombre y mujer, terminó en la catrera (cama en argentino). Así que, por lo visto, no hubo Cupido con sus flechas, aunque sí hormonas con su neuroquímica infalible. 

Antes de proseguir con este relato de la vida real he de decir que Cecilia es una mujer con un gran recorrido de vida, en el cual demostró una potente inteligencia natural, sentido común, humor y carácter; todo eso adornado con una inequívoca dignidad como telón de fondo. Una mujer íntegra. Según C. S.  Lewis la integridad sería hacer lo correcto aunque sepas que nadie te está observando. La integridad es entonces una virtud moral fundacional y la base sobre la cual se puede establecer un buen carácter. Por todo eso a Cecilia yo le puse un mote: la marquesa de Sudaquia, ya que ella había nacido en Chile que, como todo el mundo sabe, está en el sur del sur. 

Sus decisiones en una vida muy complicada en dos países, ya que un día decidió emigrar a España, hablan por sí mismas.  

El hombre en cuestión no estaba a su altura. Era buen compañero, atorrante y simpático pero, a la hora de la verdad, se quedaba corto, por así decirlo. Para empezar, no le dijo que estaba casado, aunque su mujer se había largado al Paraguay, su país de origen, hacía muchos meses y el creyó que ya no volvería a España. Mentirijilla de entrada, nomás. 

Así que la marquesa de Sudaquia, creyéndolo sin compromiso, se instaló algunos días por semana en la casa de él, aunque seguía teniendo la suya. Mantuvieron una relación con picantes condimentos de intenso erotismo y divertido compañerismo, aunque los dos reconocían que no estaban enamorados. Aunque yo me pregunto: ¿quién necesita amor con tanto compatibilidad?¿Eso no es amor? ¿Faltan las mariposas en el estómago? Uf, no me hagan caso, fue un comentario cínico. Ya pasó. 

Ambos trabajaban mucho pero también disfrutaban de la vida. Hicieron varios viajes por preciosas ciudades españolas mientras la relación se iba fortaleciendo. Ella mejoró la vida de él con sus artes de gran cocinera y mejor organizadora. 

Y ahora viene lo memorable: un día cualquiera alguien golpeó a la puerta y resultó ser la otra. Mejor dicho, la una, o sea, la esposa paraguaya. 

El quedó paralizado, ella también... pero solo unos instantes. Del otro lado de la puerta la otra, es decir la una, la esposa paraguaya, pedía que se le abriera la puerta pero sin demasiada convicción. Algo se imaginaría. Pero claro, no hay que tener altas capacidades para pensar  que hubiera sido prudente y hasta conveniente avisar con antelación  de su llegada. 

Cecilia, con buenos reflejos, se hizo cargo de la situación y abrió la puerta. Los cambios energéticos operados en ese tenso triángulo se pusieron, cómo no, del lado de mi amiga estupenda, quien tomó el mando del turbulento desaguisado. Tal es asi que la marquesa de Sudaquia, luego de un breve intercambio de palabras con los otros dos, dijo rotundamente que ella no se iba de esa casa, con esposa paraguaya o sin ella. Lo más extraordinario del momento es que los otros dos lo creyeron mientras Cecilia supo desde el minuto cero que lo único que quería era darles un escarmiento y no quedarse a vivir. 

Así que, en tono imperativo, le ordenó a su querido muchacho que colocara una cerradura en el dormitorio principal porque ella pensaba dormir en el y con él, como lo venía haciendo los últimos meses, pero que quería sentirse segura. El hombre lo hizo prestamente porque era cerrajero de profesión y, además, porque cualquiera le llevaba la contraria a mi amiga. 

Luego el se fue a su trabajo dejando a las dos mujeres solas. Escapó cobarde y  convenientemente. 

Ellas hablaron y hablaron. Al final, mi amiga estupenda, la marquesa de Sudaquia, terminó dándole unos consejos a la otra, la una, la esposa paraguaya, ya que, por lo visto, estaba bastante contrariada por esa inesperada presencia y asumió un innecesario papel de víctima. Cosa que a Cecilia la sublevó,   pero se contuvo porque se dió cuenta que estaba ante un "animal" indefenso. Terminó hablándole de la autoestima y la dignidad de la mujer como quien le habla a una niña pequeña que lloriquea. Para quitarle hierro al asunto le puso música: polkas paraguayas, que con sus hipnóticas arpas tranquilizaron a la mujer desairada. 

Esa noche Cecilia durmió con su amigo, tal como lo había dejado claro desde el principio. Cerró con llave y la "otra" se quedó en el dormitorio de invitados. Al día siguiente se marchó tan ricamente dejándolos a ellos ajustando cuentas y ya no volvió más, nunca más. 

A partir de ese momento, la marquesa de Sudaquia y él siguieron hablando por teléfono alguna que otra vez pero el encanto se había roto y el paulatino alejamiento fue inevitable, lo cual me recordó unas palabras que un conocido repetía: "cuando se rompe una estatuilla de porcelana se puede restaurar, pero ya no es lo mismo".

Pasados los años el hombre fue comprendiendo que había perdido para siempre a su joya más valiosa. Pero así es la vida, pone a cada uno en su sitio: demasiada mujer para tan poco hombre: después de todo ella era marquesa y él un pobre plebeyo. 


domingo, 24 de noviembre de 2024

LUCHA FEROZ

 


IRENE VALLEJO

La lógica de la competición a ultranza nos exige convertirnos en triunfadores. Mil veces escuchaste la advertencia: quienes te rodean son rivales. Se aprovecharán de ti. Enseña los dientes, jamás te muestres débil. Eres demasiado ingenua, vas con un lirio en la mano. No sabes poner límites. Como si el problema fuera tuyo; como si la bondad fuese una deficiencia de carácter, una insignia de perdedores.

Hace casi veinticinco siglos, el historiador griego Tucídides diseccionó esta contradicción con afilada lucidez: “La mayoría de los hombres prefieren que los llamen listos por ser unos canallas, a que los consideren necios siendo honrados. De esto último, se avergüenzan; de lo otro, se enorgullecen”. Tras siglos de fascinación por el misterio y el imperio del mal, nuestras historias sobre gente bien intencionada se cuentan en clave cursi o remilgada, incluso paródica. Salvo en las monsergas a los niños que incordian —¡pórtate bien!— o agazapada en la sobredosis de almíbar navideño, la bondad tiene una reputación aburrida, insulsa, moralizadora y pusilánime. Se elogia episódicamente, pero se devalúa por sistema. Pese a los disimulos y tapujos ocasionales, nadie se engaña: lo deseable de verdad es el liderazgo arrogante, carismático y con colmillo. Desde las redes sociales a las encuestas electorales, se premia la agresividad. La guerra de todos contra todos es ortodoxia, la victoria sobre el prójimo es la medida de todas las cosas, la evolución nace de una lucha feroz por la supervivencia. Sin embargo, incluso Charles Darwin reconoció que la empatía hacia los demás es tan instintiva como el egoísmo. Durante una tertulia televisada hace décadas, nuestra poeta de guardia, Gloria Fuertes, inmune al sarcasmo de sus compañeros de programa, declaró con voz ronca y total convicción: “A mí solo me erotiza la gente buena”. Curiosamente, tanto la palabra “bonito” como “bello” son, en su raíz latina, diminutivos de “bueno”, como si en otro tiempo el magnetismo que proclamaba la escritora hubiera sido una evidencia. Hoy, el término latino bonus alude a un incentivo económico: nuestro mundo prefiere el lujo a la lujuria. Solo en su acepción dineraria parece alcanzar la bondad su perdido prestigio.

En esta época zarandeada por la incertidumbre, la avalancha de pronósticos apocalípticos y los diagnósticos fatalistas nos empujan a fijarnos mejor en lo peor. Sin embargo, a nuestro alrededor, mucha gente es buena a diario, sin que nadie parezca advertirlo o agradecerlo. La teoría de la competencia descarnada desacredita aquello que hace funcionar el mundo: los cuidados gratuitos a hijos, ancianos y enfermos. Las personas que se esmeran en sus quehaceres y sus trabajos. Las pequeñas virtudes escondidas, fuera de los focos. El filósofo romano Séneca, asmático desde la infancia en su Corduba natal, vivió marcado por una salud débil y la necesidad constante de asistencia para afrontar sus achaques. En una carta evocaba: “Todas las incomodidades del cuerpo, todas sus angustias y borrascas han pasado por mí”. Consciente de que la enfermedad y la debilidad forman parte de nuestras vidas, escribió que el sabio quiere amigos no por interés propio, sino para colmar el deseo de ayudar al prójimo, porque la colaboración es sanadora. “Nadie tiene una vida feliz si lo vuelca todo en sus fines”. En sus famosas Epístolas a Lucilio describió la convivencia como una arquitectura del cuidado: “La sociedad se parece a una bóveda, que se desplomaría si unas piedras no sujetaran a otras, y solo se sostiene por el apoyo mutuo”. No somos islas, sino hilos entretejidos. La bondad asusta porque nos vuelve conscientes de la vulnerabilidad ajena, y de la propia. No queremos afrontar la fragilidad acechante de nuestros cuerpos. Preferimos el ideal de suficiencia, menos promiscuo, que promete fortaleza e independencia, al precio de aislarnos. Por eso, nos obsesionamos con encontrar la seguridad en el éxito y, en esa carrera despiadada, negamos la alegría y el disfrute de los actos generosos. Reprimimos nuestros instintos, nos refrenamos. En un océano de islas amuralladas, sin tacto ni contacto, la bondad acabará por ser nuestro placer prohibido.


Irene Vallejo

viernes, 15 de noviembre de 2024

Y LA CORRIENTE DEL AGUA...

 Poesía de María Jesús Zaldívar Navarro


Y la corriente del agua 

atraída por la luna…

Arrastra la vida

hacia otros horizontes.

Donde un  aire misterioso…

Hace sonar los violines,

que abren la noche, 

a  un amanecer inédito

alimentado por curiosas pupilas.

Que maravilladas, miran…

Todo lo recién nacido.

Todo lo recién creado.

Todo lo recién iluminado.


María Jesús Zaldívar Navarro

21/9/2021

domingo, 3 de noviembre de 2024

CHELA

 


UN ADIÓS A CHELA

Recuerdos de Mónica Bardi.

Acrílico sobre lienzo. 

Nuestras mascotas, según avanza el milenio, van agigantando su importancia en nuestras vidas. Yo no sé si será por el individualismo in-humano, que también se va agigantando y nos trae como consecuencia ese discurso que podríamos resumir en estas pocas palabras: "apártate de mi, colega". Ese alejamiento afectivo se va extendiendo en la sociedad. Por miedo al otro, por desconfianza, por ausencia de compromiso, por falta de empatía (palabra muy usada pero poco aplicada en la práctica) y por todo esto y mucho mas es que nos acercamos tanto a los bichos y tratamos de entenderlos aunque no hagamos el mismo esfuerzo para entender a un vecino, a un pariente o a un amigo o a un inmigrante. Ellos, los bichos, son más incondicionales, más confiables y más perdonables. Después de todo, si no los entendemos es porque son eso, bichos. 

Si mi gato me araña es porque es un felino y ellos se expresan así, si mi ganso me muerde es porque es un ánsar y me está pidiendo conversación, si mi perro se sube al sofá es porque no le he enseñado quién es el jefe de la manada y porque allí está más calentito; si mi loro canta la marcha peronista es porque yo misma se la enseñé... en fin... que para la conducta de ellos siempre hay una excusa o una explicación. 

No saben lo que es el rencor pero saben lo que es el amor. Pase lo que pase, ellos nos siguen amando. La negociación entre ellos y nosotros se basa en agua, comida suficiente y gestión apropiada de sus excrementos y, aunque eso faltara, tampoco pasa nada. Nos siguen amando. 

Chela era de las que amaban incondicionalmente. Con mala salud, recibió todos los cuidados y mimos imaginables. A cambio, nos brindó años de miradas acariciantes. Agradeció sus largos paseos con Camilo por Algeciras. Vivió extensos períodos de ternura con Magnolia y sus hijos. Si la regañaban por algo, aceptaba dócilmente el rapapolvo.  Se adaptó como pudo a convivir un tiempo con gatos y jardín en casa ajena y para todo tenía esa mirada conmovedora, como de agradecimiento. 

Tu ausencia pesa como plomo fundido, Chelita, y tu amor dió ejemplo como factor de unión, de acercamiento. "No hay tiempo tan breve en la vida para riñas ni para disculpas ni rendición de cuentas, solo hay tiempo para amar apenas un instante". MARK TWAIN. 

Con verdadero cariño he hecho la pinturita que encabeza este escrito en su memoria, tratando de recrear su mirada brillante y anhelante, de una foto que yo misma tomé, porque todo lo demás que pueda decir de ella está de más. Hasta siempre, Chela, quedarás en nuestro recuerdo mientras vivamos y, a lo mejor, dentro de muchos, muchos años alguien que se tope con tu retrato,  preguntará: "¿y esta perrita quién es?" Y Chela moverá el rabo allí donde se encuentre.