domingo, 30 de noviembre de 2025

VACUNA

 

El verano de 1952 fue el verano en que los padres dejaron de respirar con tranquilidad. Aquel año, unos 57.000 niños estadounidenses contrajeron poliomielitis. Los parques quedaron vacíos. Las piscinas cerraron. Los cines se quedaron sin público. Las familias mantuvieron a sus hijos dentro de casa, ventanas cerradas frente a un enemigo invisible que paralizaba sin aviso. En salas hospitalarias de todo el país, hileras de pulmones de acero —cilindros metálicos que respiraban por niños paralizados— marcaban un ritmo mecánico constante. Los afortunados volverían a caminar. Los que no, jamás saldrían de esas máquinas. En un laboratorio subterráneo en Pittsburgh, Jonas Salk corría literalmente contra la muerte.

Hijo de inmigrantes judíos rusos, Salk creció en un barrio humilde del Bronx donde sus padres no podían pagar una universidad, pero insistían en la educación. Su madre le planchaba las camisas cada mañana para el instituto diciendo: “Debes parecer que perteneces, incluso cuando te digan que no.Fue el primero de su familia en ir a la universidad y eligió la investigación antes que la práctica clínica.

“¿Por qué científico y no médico?”, preguntó su madre. “No podía ayudar a un solo paciente por vez —respondió—. Quería ayudar a millones.”

Para 1952, Salk llevaba cinco años desarrollando algo que muchos consideraban imposible: una vacuna de virus inactivado contra la polio. Parte del estamento científico dudaba de su enfoque; algunos colegas argumentaban que era arriesgado. Salk, sin embargo, había notado algo crucial: los niños que sobrevivían a la polio no volvían a enfermar. Sus cuerpos recordaban. Si lograba enseñar al sistema inmune a reconocer el virus muerto, podría defenderse del vivo.

La teoría era una cosa. Probarla, otra.

El 2 de julio de 1953, Salk hizo algo que hoy habría puesto en riesgo cualquier carrera: se inyectó a sí mismo su vacuna experimental. Luego a su esposa, Donna. Y después a sus tres hijos: Peter, de 9 años; Darrell, de 6; y Jonathan, de 3.

“Estás loco”, murmuraban algunos colegas. “Eres un genio o un irresponsable”, decían otros a sus espaldas.

Durante semanas observó a sus hijos buscando cualquier señal de enfermedad. Analizó su sangre sin descanso. Pasó noches en vela oyéndolos respirar.

Siguieron sanos. Sus análisis mostraron anticuerpos. Había funcionado.

Pero tres niños no bastaban. Necesitaba miles. El 26 de abril de 1954, en la Escuela Franklin Sherman, en Virginia, el pequeño Randy Kerr, de 6 años, arremangó su brazo y se convirtió en el primer niño del mayor estudio médico de la historia. Le siguieron 1,8 millones de niños —los “Polio Pioneers”— que llevaban sus insignias con orgullo.

Los padres firmaban los consentimientos con manos temblorosas. Algunas iglesias organizaron vigilias. El país entero contuvo la respiración.

Salk pasó el año del ensayo en angustia. Cada fiebre reportada, cada niño enfermo, le hacía preguntarse si había cometido un error imperdonable. Perdió peso. Dormía poco.

Y luego, el 12 de abril de 1955 —exactamente diez años después de la muerte de Franklin D. Roosevelt— se anunciaron los resultados en la Universidad de Míchigan.

“Segura. Eficaz. Potente.”

El auditorio estalló. Las campanas repicaron en muchas ciudades. Tiendas cerraron. Gente lloró en las calles. Los padres abrazaron a sus hijos.

Pocas horas después, los periodistas preguntaron a Salk quién poseía la patente.

Su respuesta los dejó sin palabras:

“El pueblo, diría yo. No hay patente. ¿Cómo se podría patentar el sol?” La cedió al mundo. Gratis.

Y aquello compró algo inmensamente mayor:

Para 1961, los casos habían caído más del 90%.

Para 1979, la polio estaba eliminada en Estados Unidos.

Para 2023, persistía solo en dos países.

Según estimaciones internacionales, unos 18 millones de personas que habrían quedado paralizadas pueden caminar hoy.

Cientos de miles de vidas han sido salvadas.

Salk nunca recibió el Premio Nobel —razones políticas y rivalidades influyeron—, pero obtuvo algo más profundo: ver a los niños correr sin miedo.

Antes de morir en 1995, le preguntaron qué quería en su tumba.

“Preferiría que estuviera en un parque —dijo—. Donde juegan los niños que no contrajeron polio. Eso basta.”

Hoy, en un depósito en Atlanta, se conserva uno de los últimos pulmones de acero del país. Pieza de museo. Monumento a un enemigo derrotado.

Porque un hombre eligió arriesgarlo todo —incluida la seguridad de su propia familia— para proteger a la de millones.

Pudo haber sido el científico más rico de la historia.

Decidió ser algo más raro: verdaderamente necesario.

La próxima vez que alguien diga que una sola persona no puede cambiar el mundo, cuéntale el verano de 1952, cuando los padres temían y los niños enfermaban. Y luego háblale de Jonas Salk, el hombre que regaló el sol.

#PolioVaccine #JonasSalk

sábado, 22 de noviembre de 2025

ARTURO

 CUENTO CORTO DE MÓNICA BARDI


Mientras se duchaba, pensaba Arturo: "Uffff, justo un domingo y tengo que hacerle un favor a este amigo". Se vistió parsimoniosamente, pero recordando que el otro lo estaba esperando. Tenían que ir a la casa de la suegra para cambiar la bañera por un plato de ducha, antes que la vieja se resbalara y tuvieran un disgusto. Recordaba Arturo la frase de Benedetti: "aquí no hay viejos. Sólo nos llegó la tarde. Viejo es el mar y se agiganta. Viejo es el sol y nos calienta. Vieja es la luna y nos alumbra". 

Algo raro pasó cuando llegaron a la casa en cuestión: la viejita se presentó muy educadamente y ambos se dieron la mano. Este simple acto de estrecharse las manos, tan común en otros contextos, era algo inusual en éste. La gente no suele darse la mano al presentarse, sino un simple "Hola" o dos besos si hay mas proximidad personal. Despues de esta primera toma de contacto, ella quedó algo perpleja, como hipnotizada; de lo cual Arturo ni se dió cuenta y siguió a lo suyo. 

Mientras hacía cálculos y tomaba medidas algo raro notó. La mujer lo observaba fijamente pero él, mientras continuaba mecánicamente su trabajo,  reflexionó para sí que los ancianos tienen actitudes indescifrables y, además, siempre viven en el pasado sumergidos en sus recuerdos. Así lo atestiguaban unas fotos antiguas que lo miraban desde su color sepia, muy serios, sobre el pequeño escritorio del dormitorio contiguo. Cuando terminó sus cálculos se fue saludando ceremoniosamente. 

"Adiós, papá" susurró la viejita con los ojos llenos de lágrimas. 

Y se despertó. 

domingo, 9 de noviembre de 2025

DOLORIS CAUSA

 


Pintura de Carlos Alonso

DOLORIS CAUSA 

Prosa poética de Heraldo Melipal

Me duele un hombre desnudando penas en su guitarra y en su canto. Me duele su hijo que pasa la gorra y ensaya unos coros tan tristes como el aire de los trenes.

Me duele la angustia de quienes presagian el abismo social ante sus pies indefensos.

Me duele el corazón del mundo, las sístoles y las diástoles que arrullan la sangre cansada de los derrotados.

Me duele la inocencia empecinada de quienes prosiguen y proyectan a pesar de tanta muerte; me duelen sus ingenuos balbuceos bajo la certeza tenebrosa de los dioses del mercado.

Me duele el hambre desbocada, el cómpreme señor que tengo cinco hijos, el vértigo del que revuelve la basura, el cuerpo que se desvanece en la calle bajo cartones y trapos cuando la noche aúlla su intemperie definitiva.

Me duele la zozobra de los compañeros, el encono y la mutua desconfianza que se profesan a la hora crepuscular en que el poder homicida se frota las manos con algarabía; me duelen mucho los compañeros y sus debates encendidos, la dialéctica crucificada en los reproches, la lengua que se desliza sobre la escamosa piel del desencuentro; me duelen bastante los compañeros y ese aire de no saber en qué momento seremos pasados a riguroso degüello.

Me duele el tiempo que gotea sus sombras entre los amantes desconocidos.

Me duele el silencio inoportuno tanto como la palabra desmedida.

Me duele el desconsuelo del infinito difuminado en el horizonte, me duele la revolución que envejece en los manuales, me duele la humanidad en franco plan de retrocesos insalvables, me duelen las flores resecas en las tumbas anónimas, me duelen los números desiertos que el dolor no puede contar con sus dedos mutilados.

Me duele el amor y la fe que se empujan enloquecidos en mi furia y en la tuya.

Me duele la rabia inaudita que se asoma cuando los magnates celebran su aquelarre y la noche nos busca con su milicia atestada de perros y reflectores.

Me duele el ser que no soy en estos trances. 

El que huye aturdido por los techos del universo.