martes, 14 de enero de 2020

ESCARBANDO EN LO REMOTO


El primer contacto con los estudios lo tuvimos Mario Aníbal, mi hermano, y yo, en un jardín de infantes que se llamaba "EL HOGAR AZUL". Nos venían a buscar en un autobús porque era un poco lejos. De ese lugar sólo recuerdo dos cosas: la luminosidad de grandes espacios y la sillita azul que yo me apropiaba, si era necesario, por la fuerza. Al poco tiempo iba yo sola porque Mario se enfermó y creo que no fue más. Al año siguiente, ambos empezamos los estudios primarios en una escuela privada muy pequeña, a la vuelta de mi casa, sobre la avenida almirante Brown. Era un sótano de una casa grande con mesas largas y pizarrones, todos en la misma gran habitación menos sexto grado, que estaba en otro pequeño cuarto. Hoy en día parece mentira que cada uno de nosotros pudiera prestar atención a lo que se le enseñaba sin distraerse con el de al lado. La casa pertenecía a la directora Yolanda Mansilla.
Al finalizar el curso escolar dábamos un examen como una reválida y todos aprobábamos con las mejores notas. Era, evidentemente, un excelente colegio.
Yo fuí bien hasta que topé con Yolanda, la directora.
Si alguien alimentó mis terrores nocturnos fue esa mujer imponente y autoritaria.
Como empezé a aflojar en matemáticas, Yolanda ofreció clases individuales para mí, por la tarde. ¡Las dos solas!
Nunca olvidaré cuando mis padres me dejaron sola con ese monstruo y se alejaron. El terror me paralizaba y mis resultados empeoraban, claro.
Algo debe haber pasado que yo no recuerdo (creo que me hice pis encima), el hecho es que un día lo ví muy serio a mi papá con Yolanda y me cambiaron al colegio católico Nuestra Señora del Huerto para hacer sexto grado. Allí se acabó la pesadilla y empezó la otra, la de las monjas. Pero para ellas, porque en ese insigne recinto encontré una banda de chicas "mal" de familia "bien" que tenían el claro objetivo en la vida de arruinarle el día a día a las autoridades de la escuela. Mi carrera de delincuente sólo había empezado.
En cambio, mi hermanito, que tenía desde chico una gran seguridad en sí mismo, hacía travesuras y todos se las festejaban, hasta Yolanda Mansilla, el monstruo. Ya desde esos tempranos años sobresalía como alumno brillante y simpatiquísimo, a pesar de su asma bronquial, que lo obligaba muchas veces a faltar a clase.
Tenía carisma, como decimos ahora y una risa contagiosa, que años más tarde reconocí en mi hijo Alejo.
Siempre me he preguntado por qué mi hermano y yo no estuvimos más unidos, aparte de nuestras diferencias individuales. Él era bueno y cariñoso y quería acercarse a mí pero yo era más indiferente, más distante. Recuerdo una vez que volví a mi casa después de haber pasado varios días en la casa de mis tíos MariEsther y Menes, que mi hermanito me estaba esperando ansioso, mirando por la ventana del frente. Yo entré y creo que ni siquiera lo saludé. Cosas así me lo fueron alejando afectivamente. Cada vez que recuerdo ese único episodio, un estilete virtual me atraviesa el corazón y perdura dolorosamente con cada remembranza. Todos han muerto, sólo estoy yo para lo bueno y para lo malo. Una testigo incómoda para mí misma.
Escarbando más en la historia familiar, algunos hechos iluminan un poco ese proceder: mi papá era una buena persona pero escondía una inseguridad congénita con una actitud monolítica y soberbia. Así fue alejando de nuestras vidas al resto de la familia. Primero a la de mi mamá, con el pretexto de que eran escandalosos e ignorantes y luego a la suya propia con la excusa de que no lo respetaban lo suficiente.
Creo que su intolerancia era el germen de todo lo demás. El cariño casi no existía, salvo cuando éramos muy chicos, los besos o los abrazos no los recuerdo yo aunque las risas de mi mamá eran como las fragantes flores del jazmín del jardín del frente: invadían toda la casa como un regalo de navidad.
Lo que sí me acuerdo son las conversaciones sobre ciencia, de gente que venía a mi casa y las noches preciosas de póker con los amigos del tordo odontologista (como lo hubiera llamado Sampons a mi viejo, si lo hubiera conocido), el tapete verde intenso con olor a lana, las fichas rodando y las cartas, desprendiendo aroma de cartón plastificado y mostrando de golpe su cara oculta; las risas y las broncas ante tal o cual desenlace de cada partida en las que se jugaban sólo monedas. Mi carrera de ludópata sólo había empezado.
Si retrocedo un poco más, me veo a mí misma como un bebé que daba trabajo para dormir: muchas veces me contaron que mi papá me llevaba a ver girar el tocadiscos sin disco porque eso me hipnotizaba, pero en cuanto me acostaban sigilosamente en la cuna, pataleaba de nuevo.
Hasta que un día, el patriarca se cansó de mi temprano manipuleo, me sacudió con fuerza y me metió entre las sábanas con energía. Allí se acabaron los caprichitos.
Esta narración la oí tantas veces que a veces dudo que no la recuerde de verdad ya que es tal la nitidez con que se me representa el entorno, las luces, las caras de mis padres jóvenes ansiosos con su primer hijo, los aromas de la comida recién hecha que espera que, por fin, la beba se duerma para que los papis puedan cenar.
Mi carrera de rebelde sólo había empezado.
Algo así como un año más tarde nació mi hermano. Yo creo que todavía no nos habíamos mudado a Témperley.
Un día luminoso fuimos desde La Boca hasta Témperley los cuatro para ver cómo evolucionaba la construcción de nuestra futura casa, que recuerdo como paredes de ladrillos desnudos, ausencia de piso y techo. Me pareció un lugar ideal para buscar escondrijos, recorrer luces y sombras y perderme en el incipiente jardín trasero.
Lo realmente divertido fue esconderme y reírme a hurtadillas de los gritos de mis padres, buscándome por todas partes, desesperados. Hasta que me encontraron, claro. Era tan chica que creo que ni siquiera me castigaron.
Cuando sí me castigaron fue cuando, años más tarde, iba de la mano de mi mamá, me solté y salí corriendo a buscar a mi papá, que nos esperaba en la puerta de la casa, en la vereda de enfrente. "¡No cruces!", gritó mi mamá. "¡No!", contesté yo. Pero crucé y sin mirar, claro.
Y justo en ese momento escuché una brutal frenada de un auto que casi me atropella.
Mi papá me pegó y me encerró en el baño, mientras lloraba junto con mi mamá y ante la mirada de perplejidad de mi hermanito Mario.
Mi carrera de mentirosa sólo había empezado.




No hay comentarios:

Publicar un comentario