El Gallego y el Harrier: historia de un disparo, un abrigo y un abrazo
Lo conocí siendo muy joven, cuando aún me temblaban las manos y el alma por rendir las pruebas de ingreso al Curso de Comandos del Ejército Argentino. Aquel día, entre los evaluadores, estaba él: el entonces teniente primero Sergio Fernández, al que todos llamaban simplemente “el Gallego”. Serio, preciso, con esa sobriedad que tienen los que no necesitan levantar la voz para que los escuchen. Todavía no tenía la boina verde, pero ya intuía que estaba frente a alguien que la honraba con cada paso.
Con los años, tuve la fortuna de compartir destino, marchas, cursos y vivencias con él. Era un soldado a toda prueba. Profesional, dedicado, de esos que cuando las cosas se ponían difíciles, caminaban adelante. Un tipo que jamás dejó atrás a un compañero, que siempre estuvo atento a quien aflojaba, no para señalarlo, sino para tenderle la mano y levantarlo.
En mayo del ‘82, en pleno conflicto de Malvinas, al Gallego le tocó vivir una de esas injusticias tácticas que solo entienden los que estuvieron ahí. El 19 de mayo, sabiendo que el desembarco inglés en isla Soledad era inminente, Menéndez y Parada mandaron a casi toda la Compañía de Comandos 601 a isla Gran Malvina, tras detectar “movimientos sospechosos” al norte de Puerto Howard con un radar Rasit. Movimientos que, claro, nunca se confirmaron. “Nos mandaron a correr sombras”, dijo después Sergio. “Éramos la reserva, los que íbamos a morder cuando pisaran tierra. Y nos rifaron.”
Pero el destino no había terminado con él. El mayor Mario Castagneto —jefe de compañía— decidió entonces organizar una Sección de Emboscada Antiaérea. Y no dudó en elegir al mejor: Sergio Fernández, sin lugar a dudas el mejor apuntador de Blow Pipe del país. Había sido jefe del curso de ese sistema entre 1979 y 1982. Conocía ese misil como si lo hubiera parido. El Blow Pipe era un lanzamisiles portátil de fabricación británica, con un alcance de tres kilómetros y una velocidad Mach 1. Una suerte de bazuca moderna, cuyo guiado manual impedía que pudiera ser interferido por contramedidas electrónicas. Pero había un problema. En todo el teatro de operaciones de Malvinas, el Ejército argentino contaba apenas con tres lanzadores y seis proyectiles. En el continente, en cambio, dormían 20 lanzadores y 120 misiles, guardados como si la guerra estuviera en las vitrinas. Castagneto envió al Gallego a Stanley House, la sede del gobierno en Malvinas, para pedir autorización al general Oscar Jofre y traer más armamento. La respuesta fue un portazo sin matices.
—No. Es mucho problema. Nos arreglamos con lo que hay —le respondió el general Jofre.
El Gallego volvió masticando bronca. Pero con lo que tenía, iba a hacer historia. El 21 de mayo, en las primeras horas de luz, se apostó con el capitán Ricardo Frecha y el cabo primero Jorge Martínez en una posición elevada cerca del puesto del Regimiento de Infantería 5, en Puerto Yapeyú. Era una mañana helada. Y fue entonces que lo vieron: un Sea Harrier británico, el cazabombardero más temido por los soldados argentinos, avanzando rasante sobre el agua.
En un primer intento, lo tuvieron a tiro. Frecha autorizó disparar. El avión giró en el último instante y se perdió tras las lomas. Sergio no disparó. Sabía que no era el momento. Había algo en su mirada, en su quietud, que decía que el blanco volvería.
Y volvió. Desde el sur, apareció otra vez. Tal vez era el mismo Harrier. Esta vez, el Gallego no dudó. Lo dejó venir. Lo dejó acercarse. Hasta que lo tuvo al alcance justo. Dijo después: “Lo único que tenía en la cabeza era: ‘¡Hijo de ....., te la voy a poner en el blanco del ojo!’”.
Y disparó.
Un segundo. Dos. Una bola de fuego en el cielo. El Harrier, pilotado por Jeff Glover, se desintegraba sobre el agua helada. Pero antes del impacto total, se abrió un paracaídas. El inglés se había eyectado. El Gallego se quedó mirando en silencio. Dijo luego: “Estaba feliz por haber hecho bolsa al avión, y doblemente feliz porque el inglés se había salvado. Yo no quería matarlo. Quería detenerlo.”
Cayó al agua a unos 1800 metros. El frío podía matarlo en minutos. Los comandos salieron como alma que lleva el diablo. Corrieron, tropezaron, cruzaron campos minados, fusiles al hombro, sin saber si llegarían a tiempo. Y llegaron. Por puro milagro, justo ahí había un bote. El cabo primero Eduardo Ibarra se lanzó al rescate. Lo sacaron. Lo abrigaron. Y en la playa, Sergio le dio su campera de duvet. Le tendió la mano. Lo ayudó a bajar. Lo llevó al puesto de socorro junto al médico Llanos. El piloto, morado por el frío, todavía tuvo el gesto de ofrecer su sangre para un soldado argentino herido.
Al día siguiente, lo evacuaron en helicóptero. Sergio se acercó a despedirlo.
—Soy el que te derribó —le dijo.
—Me place estar vivo —respondió Glover.
—A mí también que lo estés —contestó el Gallego.
Décadas después, en 2016, se reencontraron. Esta vez sin misiles, sin boinas, sin guerra. Fue en el Hotel Alvear. Cuatro horas de desayuno, reconstruyendo aquel día, rindiéndose un abrazo que les debía el tiempo. Y el Gallego, emocionado, dijo: “Ese abrazo fue el que nos teníamos que dar. Si Dios quiso que sobreviviéramos, fue para que seamos mejores”.
Querido lector, si esta historia te llegó, si alguna vez pensaste que un soldado solo dispara, pensalo de nuevo. A veces, también abriga. Porque la dignidad no se mide por el uniforme, sino por lo que hacés cuando todo tiembla.
Foto del escritor: Roberto Arnaiz
Por: Roberto Arnaiz
(www.robertoarnaiz.com/blog)
Roberto Arnaiz | Escritor e Historiador
📚 Autor de más de 30 libros.
🌍 Exploro la historia y la cultura para conectar el pasado con el presente.
✨ Descubre mis libros y contenidos exclusivos en: (www.robertoarnaiz.com)
Interesante. Te mato o me matás. La guerra, el eterno fracaso de la humanidad. A pesar de estos hechos de vida. Lo mismo narra Miguel Savage de su regreso de Malvinas en el Canberra. O cuando volvió a llevar el pullover que agarraron de una vivienda en las islas.
ResponderEliminar👍👍👍
ResponderEliminar