sábado, 4 de diciembre de 2021

QUERIDOS VECINOS

 Hasta hace pocos días yo tenía unos vecinos a los que extraño mucho porque se tuvieron que mudar. No diré sus nombres porque debo respetar su derecho a la intimidad pero sí diré el nombre de su gato, al que criaron desde bebé: BARTOLO. Al igual que la Eva bíblica, la primera madre de la humanidad que vivía en el paraíso, mi vecina fue su primera madre porque fue la que lo crió, lo mimó y le dió seguridad emocional pero de tipo felino, lo cual no deja de tener su mérito. O sea, a veces araña y muerde pero es para demostrar afecto.

Hasta hace pocos días yo tenía unos vecinos amorosos y la ventana de mi dormitorio quedaba cerca de sus voces. Ellos eran muy prudentes y discretos: sólo se oía el murmurar de él muy temprano y el maullido de Bartolo que, como dormía afuera siguiendo las estrictas instrucciones de su amo, se ponía conversador, después de una noche entera monologando o cazando ratones. 

Mi vecino es un manitas: siempre está innovando, inventando, arreglando o reciclando cosas inverosímiles e ingeniosas. Al igual que en la Biblia, donde Moisés es considerado el primer profeta y legislador y el único en haber escuchado directamente a Dios, mi vecino fué el único que escuchó mis voces de auxilio para habilitar la piscina en verano y el único que logró entender el farragoso mecanismo de su filtro con infinitas conexiones y mangueras entrelazadas. 

 Cada vez que mi vecino se ponía a trabajar, el gato Bartolo, siempre a su lado, le daba consejos y se metía en todo. Entonces él lo regañaba: "Quillo, sal de ahí, ¿eres carajote?" Y así como lo hostigaba, lo cuidaba y lo protegía. El gato lo miraba con devoción y soltaba unos "miau" que seguramente querían decir "te quiero". 

Ahí se iniciaban unas curiosas conversaciones inter-especies, en las cuales mi vecino le hablaba de pie pero inclinado, señalándolo con el índice mientras Bartolo lo atendía respetuosamente sentado en el suelo sobre su rabo. Cuando creció un poco más empezaron las clases de escalamiento al albaricoque o al ciruelo, balanceándose el gatito (como le decía mi vecino) en ramas cada vez más pequeñas y alejadas, que tenían a todos los componentes de esta mini comunidad, en vilo. Pero lo peor fue cuando creció y empezó a las andadas. Desaparecía muchas horas. Al final lo castraron y así se acabaron sus aventuras sexuales y peleas con gatos vecinos. Se fue tranquilizando y por lo menos se mantenía dentro de los límites del jardín. Igual que los hombres: castrados joden menos. Obvio.

Si mi vecino cogía la bici o mi vecina se iba en su coche, Bartolo merodeaba un rato en busca de alguna lagartija desprevenida o esperaba desolado y tumbado al lado del portón lo que hiciera falta hasta que ellos volvían y los recibía maullando insistentemente, como si les soltara una filípica por haber tardado tanto. 

La presencia nocturna de un búho enorme inducía a mi vecino a ulular, imitándolo, para atraerlo y hacerle una foto. De manera que al final, uno no sabía si era el búho o era el vecino. 

Hasta hace pocos días yo tenía unos vecinos que se mudaron y ponían música suave, de la buena, bonita y variada y reían mientras armaban un puzzle. Me hacía bien sentir su cercanía. El colmo de las maravillas era para mi oído el jazz de la época de Louis Amstrong. Me recordaba a mi lejana niñez y a mi padre con su antiguo tocadiscos. El divino Serrat, flamenco y las chirigotas de carnaval completaban el repertorio. Muchas mañanas de domingo yo disfrutaba de esa música algo alejada mientras leía el diario al sol. Una gozada. Las plantas en macetas que fueron ayudando a crecer mis vecinos los adoraban. Lo sé porque ellas me lo contaron en petit comité; sobre todo cuando las regaban, y por eso estaban muy verdes y llenas de flores. Agradecidas. 

Mis vecinos tenían una tortuga que, como todas las tortugas se llamaba Manolita, que se escapaba de su piscinita y por eso le pusieron una pluma blanca pegada con tela adhesiva en su caparazón; para poder verla desde lejos, antes de que cundiera la alarma y tuviéramos que salir a buscarla por todo el jardín porque se perdía de vista enterrándose para hibernar. De tanto llevarla y traerla, ella, muy contrariada, nos mandó a todos a la mierda y decidió mudarse a la lagunita del Cuaco, un ganso ampurdanés blanco inmaculado que hizo un aterrizaje de emergencia hace años en el suelo de la cochera y se quedó para siempre. Entonces, mi vecino, el manitas, viendo que el ganso Cuaco no se iba, le armó una lagunita monísima rodeada de macetas con geranios, tan hospitalaria y tan recogida que la tortuga allí se quedó, junto con el Cuaco, en un maridaje exótico; aparte de legiones de gorriones, mirlos y palomas que comen y beben juntos en los mismos recipientes. El Cuaco no protesta. Le gusta estar con otros seres vivos, incluso nosotros. Ese ganso es un solterón solitario algo irritable, por eso necesita compañía de cualquier clase aunque su manera de demostrar interés sea algo rara, por ejemplo, intentando morder los talones del que camina por delante. Pero su recibimiento desplegando sus majestuosas alas para volar a ras del suelo hasta acercarse a nosotros cuando llegamos en el coche tan blanco como él, es acogedora y emotiva. 

Una vez mi vecina construyó una minúscula  casita de colres para gnomos y allí se hospedó un camaleón por un corto tiempo, pero ya se sabe, camaleón que comió, se borró.  También armaban mis vecinos refugios para aves donde nacieron sucesivas generaciones de gorriones al calor de la chimenea que salía de la campana de la cocina. Aunque el colmo del zoo fue cuando encontraron a un pequeño puercoespín durmiendo en la no muy mullida comida del gato Bartolo, orondo en su comedero. La gente que va y viene sin pasaporte y hace lo que le da la gana. Así está el mundo, colega, lleno de inmigrantes indocumentados, que traen otras costumbres. Llegan andando, volando o nadando, pero llegan. Y a veces se quedan y otras veces, se van. 

Si algo le gustaba de verdad a mi vecino era ver el fútbol con mi primi. Ustedes dirán que es un primi. Un primi (diminutivo de primitivo, apelativo adoptado por unanimidad entre mis compañeras del colegio) es un marido, un compañero, una pareja, etc, eso, ya saben, un "peor es nada" que comparte la vida con paciencia y resignación (por ambas partes). Y que cocina como Arguiñano, o sea, como los dioses. Como toda fémina sabe desde su más tierna infancia, la cocina es una  actividad peligrosa para cualquier mujer, la miren por por donde la miren, tiene cierto tufillo de esclavitud... mejor dejársela a ellos, los que van a las guerras. Nunca podré olvidar la mejor tortilla de patatas del mundo mundial que hace mi vecino y cuando la hacía, era a lo bestia y comíamos todos, igual que cuando mi primi hace paella y avisa al personal con su insustituible y repetido grito de guerra: "¡Al ataqueeeeeee!"

Pero a lo que iba: el fútbol, pasión irreflexiva y locura colectiva, compartían con deleite mi primi y mi vecino, así como el cocinar. Y para más inri, las infinitas apuestas en esos papelitos infames que andan por toda la casa y que nunca aciertan. 

Yo tenía unos vecinos entrañables que en verano se metían en la piscina bajo una sombrilla con sendas cervecitas, igual igual que si estuvieran con una caipiriña en el Caribe, riendo y disfrutando bajo un sol inmisericorde. Aunque él también estaba muchas veces a solas, leyendo con el agua hasta la cintura y el libro en el borde. Y como hablábamos de cocina a esto llamamos huevos pasados por agua. 


He aquí uno de sus libros preferidos, escrito por un amigo suyo y el cual compartimos con gran placer. Es un texto lleno de realidades gaditanas que ambos conocemos bien, ameno, con personajes arquetípicos y momentos de gran suspenso. Muy buen libro. 

Todos los otoños mi vecino usaba un palo con un pincho en la punta (hecho por él, naturalmente) para juntar las hojas que iban cayendo porque decía que eso le relajaba mientras que el rastrillo no le gustaba. Su contribución al jardín era enorme, porque es lindo tener un jardín pero es difícil tener un buen jardinero, así que entre todos hacemos lo que podemos. 

Esta bucólica paz quedaba definitivamente rota si su hija jugaba un partido de voleyball profesional, en un equipo que va empatado a puntos con el primero de la clasificación de primera división en España. El la veía en su ordenador y desde allí la animaba con gritos desaforados, mucho peor que cuando jugaba el Barça con Messi a la cabeza. Un escándalo que nos hacía reír mucho a mi primi y a mí, porque veíamos a nuestro vecino sin filtros, lo cual ocurría pocas veces, hasta que me ponía los auriculares para poder seguir con lo mío. 

Un día cualquiera antes de que mis queridos vecinos se fueran, una gatita bebé se me acercó maullando con desesperación desde el otro lado de un tupido y largo alambrado. Me detuve y le dije "miau", por decirle algo. Al segundo se había colado por no sé dónde del alambrado y la tenía a mis pies. Cabía en una mano. No podía dejarla tirada. Me la traje a mi casa, se la mostré a mi pequeña comunidad y todos ellos cayeron enamorados al instante. En pocos días logramos sacarla adelante de su hambre atrasada y su mugre acumulada. Mis vecinos y nosotros fuimos testigos de largos e interminables revolcones entre el pequeño tigre Bartolo y la minúscula Mimi, un verdadero espectáculo de lucha libre en la que ninguno de los dos se daba por vencido. Las cosas de los felinos. 


Yo tenía unos vecinos que amaban a los bichos tanto como nosotros. Fueron 4 años de compartir vida y milagros. Ellos ya se mudaron y los echo mucho de menos. Ya no son mis vecinos. AHORA SON MIS AMIGOS. 

2 comentarios:

  1. Directo al corazón.Sin anestesia.Risas, actividades compartidas, cariño y dos làgrimas.Viva Bartolo and Company!!!

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