Cuento corto ilustrado de Mónica Bardi.
Esas manos sarmentosas, llenas de falanges deformadas, conservaban, sin embargo, gran habilidad y creatividad a la hora de confeccionar ropa. Toda su vida había tejido primorosos escarpines y mantas multicolores. Le encantaba hacerlo mientras veía crecer a sus hijos. Ahora que ya era añeja, como le gustaba autodenominarse, seguía tejiendo. Pero desde que uno de sus hijos había muerto en trágicas circunstancias, esas manos sarmentosas usaban solo agujas.
La esposa del difunto, Andrea, no era una buena persona. Lo había hecho sufrir y la viejita lo sabía pero callaba. Solo tejía y tejía, pero no lana o hilo, sino pensamientos enhebrados en una trama premeditada. Reflexionaba sobre lo que decía Hegel con respecto al perdón y a la reconciliación pero su tejido incorpóreo no iba por ahí.
"Quedó alterada por el sufrimiento”, murmuraban sus familiares y amigos.
Ella seguía tejiendo sin titubeos, en silencio, y la tela crecía y crecía entre aires y rumores cautelosos formando una ingrávida y recóndita red. Lenta y transparente se extendía cada vez más lejos como si de ondas gravitacionales se tratara, transmitiendo todas las perturbaciones que en ella ocurrían, mientras el filósofo Foucault le susurraba a la anciana que el “ojo por ojo" no era un castigo justo. Pero otra vez, la imperceptible y endiablada textura no iba por ahí.
Andrea estaba cocinando y pensando en vaya a saber qué cosas en su cauterizada conciencia. De pronto le pareció que se enredaba en algo y aunque se sacudió enérgicamente, ya era tarde y se quedó con una sensación de profunda incomodidad. Ella ignoraba que cada movimiento suyo hacía vibrar la tela transparente que enviaba su mensaje etéreo con fidelidad milimétrica a la lejana tejedora. Tampoco sabía Andrea que aquel vínculo era ya indestructible.
Cuando la policía identificó su cadáver calcinado fue difícil explicar el origen del fuego. La hipótesis más plausible era que una vela encendida se cayó, con algún impulso desconocido, e inició el incendio. Y más difícil fue explicar por qué Andrea, llamativamente, no había podido escapar de las llamas… como si hubiera estado amarrada.
Solo la tejedora de manos sarmentosas torció el gesto en algo parecido a una amarga sonrisa: el castigo se había cumplido. Al final, Nicolás Maquiavelo le había dado la clave: “cuando se le hace daño a alguien, se debe hacer de tal manera que le sea imposible vengarse”.
No quiero ni pensarlo, si es lo queme hace comparar.
ResponderEliminarSILVIA LÓPEZ