jueves, 23 de octubre de 2014

ANECDOTARIO III: NOS VAMOS AL SUR

¿Y si retrocedemos un poco? ¿Y si nos volvemos, cual potencial evocado, a Neuquén? ¿Por qué no? Allí también pasaron cosas...cosas buenas, malas, divertidas, absurdas...como la vida misma.
Repasando: con mi marido de aquélla época (a los maridos mejor ponerles números, como a los presos, porque, en definitiva, ¿qué otra cosa son?), o sea, con mi marido número 1, decidimos, de común acuerdo (como tiempo después, el divorcio) mudarnos al sur de Argentina.
En ese momento vivíamos en pleno centro de Buenos Aires; Callao entre Bartolomé Mitre y Cangallo, que no es donde canta un gallo pero sí donde había un gallito, mi maridito, que cacareaba y cacareaba con que se iba a conseguir un trabajo, pero la cosa no cristalizaba, por decirlo elegantemente. En ese amplio departamento compartíamos vida y pesares con otra pareja amiga, sin hijos. Mi hijo Camilo tenía pocos meses. 
Como yo ya ostentaba mi flamante título de odontóloga y, además, estaba absolutamente contaminada con la moda revolucionaria de porqué proseguir con el antiguo modelo de familia tradicional. ¡No, señor! ¡Había que cambiar las estructuras sociales! ¡Subvertir los valores establecidos! La mujer debe trabajar afuera y el hombre cuidar a los niños, eso sí que es revolucionario...tanto, pero TANTO que jamás dió resultado. Buscando, buscando, finalmente logré un puesto como odontóloga en la provincia de Neuquén, pero hete aquí que había que ir para allá y luego ver el destino definitivo. Mi marido, hombre decidido, puso rumbo al horizonte y zarpó con los pelos al viento hacia el sur. El conseguiría una casa y yo luego me iría con mi hijo Camilo de 6 meses de edad.
Mientras, yo me quedé en ese depto. que compartíamos con nuestra pareja amiga, María Marta y Alberto.
Casualmente María Marta también consiguió trabajo allá, en Neuquén, así que yo me quedé con su marido y ella con el mío....bueno, es una manera de decir. 
Después nos reuniríamos todos de nuevo en Neuquén capital. La cosa familiar se estaba normalizando...el país no, como siempre. Año 1973 y con eso está todo dicho: "Cámpora al gobierno, Perón al poder". Las dictaduras militares iban y venían. Todo estaba muy revuelto... o sea, como siempre. También por eso buscamos la migración interior. 
Menos mal que llegó el momento de nuestra partida, porque había una amiga, de cuyo nombre no quiero acordarme, que nos visitaba demasiado asiduamente; aunque preguntaba sólo por Alberto, el marido de mi amiga ausente, "yo no sé por qué"...
 Así que una vez, al llegar de la calle con mi nene Camilo y Celia, otra amiga, vimos, al abrir la puerta, cómo esa señorita salía raudamente del dormitorio de Alberto. Pero, pero... seguramente era porque le estaría ayudando a "hacer la cama". Alberto también salió ajustándose los anteojos pero sería porque aprovecharía el borde de una sábana para limpiárselos; al tiempo que se abrochaba la.......no, no, no, no, no sean mal pensados; la bragueta NO, la camisa, pero era porque la señorita se la estaría planchando, seguramente. Mi amiga Celia y yo corrimos un tupido velo y continuamos con nuestras vidas sin más comentarios que unas miradas elocuentes. En esas cuestiones de matrimonios amigos no podíamos meternos. 
Por fin, Alberto, Camilo bebé y yo nos fuimos  al sur, a reunirnos con nuestro respectivos. Allí me presenté a Salud Pública y primero me destinaron a Aluminé, pero luego no se produjo la vacante esperada, así que me ofrecieron San Martín de los Andes, con la desventaja de que allí Salud Pública no nos daba casa y no había para alquilar. Increíblemente, los lugareños no aceptaban alquilar a matrimonios con niños. El entorno era de una belleza alarmante, como diría Borges;  deslumbrante, como vulgarmente digo yo. En otoño, yo me sentía como viviendo en un paraíso, rodeada como estaba por  colores en toda la gama del castaño y el rojo, en un valle rodeado de montañas y con su inmenso lago Lacar. 

Mi marido consiguió trabajo en el casino del hotel Sol y yo iba a atender pacientes de demanda espontánea al hospital Ramón Carrillo con mi gran compañera de profesión Bibiana Muñoz. (Siempre nos recordaba que su nombre era con B, b larga), que se ocupaba de atender a escolares. Grandes recuerdos tengo de esa joven sensible y trabajadora, con la que teníamos largas conversaciones. 
Estuvimos unos meses viviendo en una hostería pero no podíamos seguir allí toda la vida. 

Así que con gran pesar nos mudamos. Yo conseguí un traslado al hospital de Villa La Angostura, donde sí nos dieron una casita mediocre, que era mejor que nada.  No era adecuada para ese clima, y nosotros la fuimos mejorando de a poco, adaptándola a ese frío y esa humedad. Pero eso sí, la vivienda estaba rodeada de esa bellísima naturaleza imposible de creer para unos ojos habituados a lo urbano. La hermosura circundante me seguía abrazando. 
Los primeros meses vivía en trance con el paisaje...impensable ponerme a pintar...me amedrentaba tanta naturaleza desbordante, tanta variedad de matices con el cambio de estaciones; tal contraste de texturas. ¿Cómo podría pintar algo que supere o iguale a esto?  Me pasó como cuando viví al lado del mar...¿pintar al mar? ¡imposible!
Las ventanas no tenían postigos, así que una noche, desde mi cama, ví unos ojos bovinos que me observaban desde la oscuridad....¡qué susto me pegué! Lo inesperado me sobresaltó, pero era sólo una vaca curiosa. Muchas veces los animales andaban sueltos en esos lugares salvajes. 
Nació mi hija Cuyén y menos mal que todo salió bien porque el hospital de Bariloche estaba a 90 kms. por camino de ripio. Era el lugar más cercano donde había quirófano, en la eventualidad de una cesárea. 
Nunca olvidaré una situación esperpéntica vivida en esa época.  Ocurrió cuando llevaban a Bariloche, de urgencias, a un obrero que había caído desde gran altura y necesitaba un neurocirujano. La ambulancia chocó, el chofer quedó medio inconsciente y el enfermo en camisón se puso a hacer desesperadas señales con el suero puesto y todo. ¡Vaya estampa de lo precario de la situación y vaya si necesitaba un médico el pobre hombre! Y todo era así: se buscaba la solución sobre la marcha y encima luego nos reíamos del momento vivido. 
Una vez al mes hacíamos la recorrida del lago Nahuel Huapi en la ambulancia por el Camino de los Siete Lagos, el Dr Arraiz, el chofer y yo para visitar a los enfermos de las empresas madereras. En Villa Traful había una enfermera experimentada a cargo del pequeño ambulatorio, que medicaba y desarrollaba su trabajo con auténtico heroísmo. Cuando llegaba yo, hacía las extracciones de cualquier pieza que hiciera falta extraer y cuando digo cualquiera es exactamente eso... incluídas las muelas de juicio y ¡Ojo! mientras hubiera luz natural, porque artificial no había. Sillón dental y todos esos modernos artilugios innecesarios, tipo microscopio y localizador de ápices, etc...¿para qué? Fruslerías. 
Usábamos cajas gigantes de galletitas al por mayor apiladas para sentar al paciente: una caja para las piezas mandibulares (más baja) y dos cajas para las piezas del maxilar (más alta). A los lagos íbamos con una lancha y allí mismo los atendíamos: los pacientes sentados en los asientos de madera abrían la boca lo más que podían. Yo no veía nada si estaba nublado, pero me ayudaba con una linterna potente que me sujetaba el capitán de la lancha. IATROGENIAL CENTER...¿cuál era la alternativa? Ninguna, había que improvisar. La gente humilde, agradecidísima. Los chicos con un umbral del dolor altísimo. Nunca se quejaban, nada les dolía. Gente sufrida, curtida por los rigores de la vida. Yo lo hacía lo mejor que podía, conmovida por tanta humildad y pobreza. Allí nadie podía ayudarme ni asesorarme. 
Para aprender más decidí hacerme autodidacta y pedí permiso a Neuquén capital, a mis jefes, para hacer endodoncias. Sin cobrarlas, por supuesto. Estaba prohibido. Me compré limas, tiranervios y todo lo demás y me puse a hacer un curso intensivo en el que la dictante y la alumna era la misma persona. Adquirí una práctica enorme haciendo ya saben qué, cagadas. Los dientes cuyas endodoncias salían mal eran extraídos, en lugar de ser extraídos desde el principio; ya que el programa de atención primaria provincial incluía solo obturaciones (empastes) y extracciones. A veces alguna prótesis completa si era muy necesaria. Perdía dinero o, mejor dicho, invertía porque ganaba conocimientos y experiencia. Cuando una sale de la facultad, la realidad es que no sabe nada de nada, solo teoría. Y como la odontología es una disciplina eminentemente práctica, sería igual que empezar de cero. 
Tenía un aparato de rayos de medicina general del período cuaternario que prefería evitar para no irradiarme tanto así que todo era a ojo de buen cubero. 
En uno de esos caseríos conocí a un pibe notable, que me contó que nunca había visto un auto, NUNCA. Sólo lanchas y veleros. En cierta ocasión, la maestra del lugar descubrió que ese chico era superdotado porque aprendía con una rapidez asombrosa y lo mandó a estudiar la secundaria a Villa La Angostura, con la idea de que luego fuera a la universidad; todo con becas. Pero él sólo quiso ser mecánico automotor... se había enamorado de los autos y, por lo visto, era un amor para toda la vida.  
Al llegar el invierno jugábamos a las cartas con los amigos, no había televisión ni radio, los diarios llegaban tarde y como el techo era acanalado, pendían de él las estalactitas de hielo que dejábamos caer en nuestros vasos con whiskey. En ese ambiente alrededor del fuego, con ponchos de colores, charlas de chusmeríos del lugar, paisajes de una belleza imposible, nieve y... nuevo embarazo. ¡Lógico! Mi hijo Alejo decidió que, después de todo, era un buen lugar para nacer.
   
 

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