sábado, 13 de marzo de 2021

"RECUERDOS QUE SERÁN OLVIDO"

 


Los caminos entre Stellita Botti y yo se habían bifurcado al empezar mis estudios de odontología en la ciudad de La Plata y más se alejaron cuando, pocos años más tarde, una vez terminada la carrera, me fui a vivir al sur con mi familia, primero a Villa La Angostura y luego a San Martín de los Andes. Ahora recuerdo (antes que se transforme en olvido, como dice Borges) que una vez, de vacaciones, fui a la omnipresente casa de Tomás Espora, en Témperley, a visitar a Stellita que vivía en esa adorada calle silenciosa y arbolada, cargada de adolescencia, rebeldía, puchos y uniformes del colegio. Resulta que su marido había comprado la casa de la calle Espora a los padres de Pily, una compañera y amiga del colegio HORTUS CONCLUSUS (en latín, huerto cerrado y que nosotras, las niñas "bien" habíamos reformulado a ORTO INCONCLUSO, que tenía otras connotaciones. Pero ésa es otra historia). Las aparentemente mudas paredes de esa casa de la calle Espora, escondían, entre ladrillos y empapelado, secretos de jóvenes con hormonas desaforadas de dos generaciones, además del batallón de amigos y compañeros de estudios. Y la casa hablaba, la muy puta. Cada escalón al living o a la buhardilla recordaba suelas cargadas de confidencias desde esa primera y vomitiva borrachera con el champán que sobró de Navidad. Cada rincón emitía voces de gentes diversas, algunas con acentos de España. 

De esa reunión me quedó el incesante desfile de gente conocida y desconocida que entraba y salía, como si todos tuvieran una llave. ¿Habría llave? Las toneladas de comida exquisita y los mates a gusto del consumidor se prodigaban en la gran mesa del comedor, donde bullía la vida. 

No sé exactamente de qué hablamos aunque todavía siento en mi sangre el sentirme como en familia, igual que un chancho en su chiquero, pero más limpio. Y era porque las paredes me hablaban... mucho después lo entendí. Y cada vez que voy, me reconocen y me vuelven a hablar de cosas que yo ya había olvidado. 

Alrededor del mantel éramos unos cuantos y, un poco, la rara era yo, que no vivía en el barrio y podía contar cosas diferentes: mi trabajo en un pequeño hospital neuquino, los aborígenes cargados de resignación y vino, el bosque de arrayanes, los lagos de ensueño con heladas aguas, los cuentos de la luz mala y, sobre todo, la nieve. Mucha nieve cordillerana que todo lo reducía a blanco y negro. Los colores habían huído a lugares más cálidos. En algún momento de la conversación yo, para variar, dije algo inadecuado y/o muy bestial, con lo cual me gané la mirada desaprobadora de Folledo, que era un hombre muy formal. Folle, para los amigos, era el esposo de Stella. Seguro que conté algo de mi separación del negro Hidalgo, un poco tumultuosa, con vertientes que yo convertía en zarzuela, para quitarle dramatismo, pero a él no le hizo mucha gracia. Me di cuenta de mi metida de pata cuando, debajo de la pata de la mesa recibí una soberana patada de mi entrañable amiga. Me pasó lo de siempre: que cuando hay público receptivo, una sobreactúa con ironías dignas de la mejor censura franquista. Es como una droga: engancha y transforma lo dramático en cómico; una cada vez necesita más... y el público también. En fin, me fui muy tarde pero con la felicidad absoluta de tantas carcajadas compartidas y desbordando endorfinas acreditadas para varios días. 

Esta visita me trae a remolque otra: cuando mis hijos y yo nos mudamos, luego de 7 años, de San Martín de los Andes a Témperley. En principio con mis padres hasta que ya no nos aguantaron más y nos volvimos a mudar cerca de la estación, apenas pude yo despegar económicamente, a un tiro de piedra de la familia Ballesteros, que tenían una veterinaria y vivían en la legendaria calle Obligado. Otra familia inolvidable. 

                    ANDREA BALLESTEROS

Estando todavía en Cangallo 274, la casa paterna, organizé un cumpleaños de alguno de mis hijos. Ya no recuerdo cuál porque tres para mí son muchos y la invité a mi gordi,  por supuesto. 

Rememoro nítidamente la impresión que me causó Stella Maris Botti (actualmente rebautizada Bottichelli) porque la notaba bastante cambiada... hasta diría refinada. Bueno, tanto no. 

Había allí, en el living, otras personas y se inició una conversación. Lo que me sorprendió gratamente fue cómo con los años, mi amiga del alma había adquirido el don de la oratoria y tenía subyugados a los interlocutores. Esa condición magnética al hablar no la perdió nunca más. Ella hablaba y los demás nos nutríamos. Pensé: ¿de qué manera y usando qué métodos se habrá reeducado tan finamente? Porque nosotras, como decía la mamá de Inés Arraiz, otra entrañable amiga, teníamos la facilidad de "putear universitariamente", que sería algo así como decir barbaridades sin perder la apostura y la compostura... y el que quiera entender, que entienda. Otros le llaman ubicuidad con el entorno. 

En otra ocasión la volví a invitar a una reunión de mujeres para aprender (y comprar) maquillaje. Stella me avisó que solo iba para sumar gente pero que obviamente el mundo de la cosmética facial no le atraía ni le resultaba familiar. Ni a mí. Pero como era de una paciente odontológica que me traía muchos amigos y familiares al consultorio, había que tratarla bien y comprarle lo máximo posible. 


Vinieron algunas vecinas y recuerdo con gran cariño que también acudió la de la sonrisa con hoyuelo, la dulce Titina Gemignani, gran amiga de plantas y animales pero no de mucho maquillaje. Suma y sigue. Cuanto bicho con faldas que caminara cerca mío, no se salvaba de la invitación para esa tarde que, más que invitación, era compromiso. Pero así es la vida: hoy por ti, mañana por mí. 

La vendedora se empleó a fondo y argumentó seudocientíficamente, no se qué paridas fabulosas sobre la bondad de sus cremas y potingues y sus resultados milagrosos en nuestra delicada piel. Casi todo mentira, por supuesto, pero yo estaba contenta y exultante de que ella pudiera hacer su negocio. Era una mujer encantadora, trabajadora, generosa y me traía mucha gente al consultorio. 

Cuando todos sus argumentos estaban sólidamente apilados, la teóricamente prudente y educada señora Botti de Folledo pronunció esas inolvidables, o debería decir imperdonables, palabras; "todas estas cremas y lociones están muy bien, realmente me encantan, pero si yo me las pongo, se me llena la cara de puntitos negros". MI GOZO EN UN POZO, como dicen en estas latitudes. Ni Titina pudo disimular el desaguisado, aunque tampoco una risita prudente. 

La pobre vendedora se desarmó y su maquillada face no pudo ocultar el tono purpúreo adquirido de golpe. Esta vez fui yo la que le dió una patada por debajo de la pata de la mesa a Stellita por la gran metida de pata. Al final, arreglé el tema con paños fríos, falsas sonrisas y comentarios sobre cómo había variado la temperatura en un ratito, metáforicamente hablando. Luego me gasté un montón de plata en comprarle los productos que nunca usé, para que me siguiera mandando pacientes. Alguien más le compró alguna cremita, una loción, pero indudablemente la frasesita de marras nos desmotivó.  Vaya lo comido por lo servido, dicen acá. 



2 comentarios:

  1. Que placer leer dónde los personajes son conocidos y entrañables . Seguí Moni tenerte es una 🍀

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  2. Que lindos recuerdos. Monca

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