sábado, 17 de septiembre de 2022

AYUDA

DESPUÉS DE LA TORMENTA


Relato corto de Raúl Romera Morilla. 

Llovía a cántaros, como solo llueve en Matasejún con la llegada del otoño. Las calles empedradas, como ríos desbocados, llevaban el agua hasta la cañada del arroyo, que fluía oscuro y turbulento, alimentado por la tormenta. El cielo, pesado, oscuro y algodonoso, barnizaba los tejados de las casas del pueblo y decoraba con encajes de agua los aleros. La ciclópea piel de piedra de las casas, bañada por la lluvia, presentaba una tez oscura, curtida e impenetrable. Los pastores, habiendo barruntado la tormenta, habían recogido los rebaños, que permanecían apesebrados al refugio de la lluvia. 

Bajo aquel aguacero, Matasejún parecía más solitario que nunca. Los truenos, que seguían al destello fugaz de los relámpagos, parecían provenir del mismo infierno, aunque nacieron en algún lugar más allá del cielo. 

Un niño, sentado en el umbral de su casa al resguardo de la lluvia, observaba la calle, inmersa en el diluvio otoñal, vacía y triste. En la lontananza se distinguía el monte, salpicado de algunos árboles que aquí y allá bailaban con la tormenta. La escasa luz de la tarde empezó a desvanecerse, y con ella, también el agua abandonaba Matasejún para arreciar en algún otro rincón de las Tierras Altas. El estruendo de la tormenta tornó en un silencio perlado del sonido del goteo de los aleros y el discurrir del agua por la pendiente de la calle. El niño tensaba y destensaba a la goma de su tirachinas, cuando, en la penumbra, logró distinguir al final de la calleja una silueta baja que se movía con lentitud, avanzando con precaución. Dos puntos brillantes quedaban enmarcados en aquel oscuro esbozo, moviéndose a su compás. 

El pequeño se incorporó y, tras guardar el tirachinas en el bolsillo de su pantalón, salió despacio, internándose en la oscuridad de la calle. Hacía frío y sus pantalones cortos y las viejas botas que calzaba hacían poco por remediarlo. Conforme la silueta empezaba a hacerse reconocible, descubrió dos pares más de relumbrantes ojos tras los primeros. El niño se detuvo en mitad de la calle cuando reconoció en las siluetas a tres lobos que, con la templanza del depredador, se internaban despacio en la calleja. Los animales, con el pelaje empapado, adquirían un aspecto siniestro y demoníaco que hizo estremecerse al niño. El lobo que avanzaba en primer término se detuvo, y tras este, los dos que le seguían.

Como si de un extraño  duelo se tratase, el niño y los tres lobos permanecieron en mitad de la calle, observándose en la oscuridad.  El niño, atemorizado en un primer momento, fue calmándose al percibir en los tres animales la misma sensación de temor. En la lejanía, los sonidos amortiguados de los truenos parecían marcar el ritmo de aquel encuentro. Los lobos avanzaron unos pasos hacia el niño, que seguía inmóvil, hasta que el más adelantado quedó apenas a un metro del pequeño. El niño, petrificado, esperaba oír gruñir al animal, o que éste le mostrará sus terroríficos colmillos. Pero nada de eso sucedió. El animal miró con lentitud y tristeza al niño y luego giró la cabeza para dirigir su mirada al lobo que permanecía más alejado. El niño descubrió que este lobo caminaba sobre tres de sus patas, estando una de las traseras prácticamente destrozada y cubierta de una costra de sangre. La repentina detonación de un disparo de escopeta sobresaltó al niño. Los tres lobos, también asustados, giraron rápidamente sobre sus pasos y huyeron hacia el monte todo lo rápido que pudieron, internándose en la oscuridad. 

-¡Hijo! ¿Estás bien?- dijo el hombre dejando la escopeta con la que había hecho el disparo al aire, apoyada en el quicio de la puerta y avanzando hacia su hijo iluminando tenuemente la calle con un farol de aceite -. ¡A esos malditos lobos no les basta con atacar a los rebaños y ahora se atreven a entrar en el pueblo!

Tras comprobar que el niño estaba bien, el hombre lo agarró por el brazo para acompañarlo hasta la casa. 

-Esta mañana  disparé a uno de ellos- le explicaba el hombre a su hijo mientras recogía la escopeta y cerraba la puerta de su casa-. Creo que le alcancé en una pata, porque huyó cojeando. ¡Condenados lobos! ¡Me pregunto que vendrían a buscar en el pueblo!

-Ayuda, padre- dijo el niño con voz queda-. Venían buscando ayuda. 

1 comentario:

  1. Estremecedor relato. Me quedó la piel erizada. Pobre animal, hoy le di agua y alimento a un perro que vagabundeaba por mi pueblo. Estaba rengo y tenía una soga atada al cogote.

    ResponderEliminar