lunes, 26 de septiembre de 2022

EL ROPERO

 


¡OH ! 

Cuento corto de Moisés Saucedo Jiménez

                 Le escuchaba hablar desde el asiento que ocupaba al otro lado de mi mesa. Era inevitable, tenía, el hombre que decía aquellas palabras, un torrente de voz indomable. Parecía a simple vista que poseyera una fuerza descomunal. Una mayúscula espalda y unos brazos enormes, que movía de un lado para otro sin parar, era lo único, aparte de su voz, que se le adivinaba desde el sitio en el que yo estaba. Su compañero de mesa, a quien yo veía perfectamente, era pura atención y yo también diría que puro asombro. Después de haberme tragado, casi sin querer, toda la conversación, toda su historia, no entendía cómo un hombre tal podía haberse confesado de aquella manera tan sincera. Y cuando se levantó para salir del bar, entendí mucho menos cómo podía haber sido objeto de violencia  por parte de su mujer. Me sacaba dos cuartas y yo no soy bajo. Era, lo que se dice, un ropero empotrado. El hombre salía del bar cabizbajo y paradójicamente dando palmaditas de ánimos en la espalda de su amigo.

Les seguí, la curiosidad me mataba. No tuve que andar mucho hasta el momento en el que se separaron. Entonces mi interés fue extremo. Yo soy nuevo en el barrio. No soy detective, soy escritor y lo que había escuchado no sé si era digno de una novela, pero sí de un buen relato como mínimo. Tenía que ver con mis propios ojos a la pareja de aquel hombre o nunca me creería la historia que acababa de oírle. 

La curiosidad mata al gato y aquella tarde estuve a punto de no volver a maullar. Aquella mujer me sacaría unas cuatro cuartas y por lo tanto era dos palmos más grande, en altura y sabe dios en que más, a su marido, a “su hombre”. Si la voz del hombre en aquel bar me resultó indomable, la de la mujer… no debe existir máquina capaz de  medir los decibelios que por aquella boca salían.  Como dije que el marido era un ropero empotrado, al verla a ella se me vino a la mente uno de los antiguos, de esos de cuatro puertas con todos los adornos habidos y por haber. La gigantona no paraba de gesticular con sus dos manazas y yo me imaginaba al ropero antiguo abriendo y cerrando las puertas, como poseído por una extraña y diabólica fuerza.  Salí corriendo antes de que me viera y solté un suspiro que llegué a confundir con un maullido, o no sé si fue al revés. No cabe ninguna duda de que la historia que oí en aquel bar me la creí de cabo a rabo. 

Ahora no sé si escribir el relato.

                     MOISÉS SAUCEDO JIMÉNEZ

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