sábado, 12 de septiembre de 2020

SIN RUMBO. Capítulo dos: saliva

Ilustración de Florencia Menéndez: CONFIAR EN LOS PROCESOS.

-¡Botti!- gritó la hermana Agustina.
La aludida se puso firme y seria y se acercó a la monja, quien, con los nervios a flor de piel, siguió vociferando como alma que lleva el diablo.
-¡Ya le he dicho y repetido hasta el cansancio que esto no es una cancha de fútbol, a ver cuándo aprende lo que es el respeto! ¡Parece mentira que estas chicas de buena familia no sepan guardar las formas!¡Usted me tiene cansada con esos movimientos incesantes, etc, etc,etc!
El largo rapapolvo siguió, aunque algo diferente al polvo lo fue aguando, humedeciendo, como esas mínimas gotitas que anuncian la lluvia en la Pampa húmeda.
¿Qué pasaba? Todo parecía empañarse, "¡y yo sin limpiaparabrisas!" pensó Stellita.
En las clases de higiene y puericultura, la Dra. Finochietto nos enseñaba detalladamente la función y la ubicación de las glándulas salivales, gracias a las cuales lubricamos mucosas, alimentos, dientes, chupetes de bebé... y otras cosas que necesitan ser lubricadas... dejémoslo ahí.
Años más tarde, con el covid 19 aprendimos que, al hablar, uno va soltando pequeñas gotitas de saliva sin querer.
GOTITAS, o sea, ínfimas cantidades imperceptibles. Muy diferente a la catarata de fluído oral que lanzaba inopinadamente a quien estuviera cerca, la hermana Agustina, gritando desaforadamente y al borde de un ataque de nervios, siendo éste su estado habitual de ánimo. Conociendo el paño, era prudente mantener las distancias, como ahora con la pandemia.  Es un misterio aún no aclarado por qué nuestra dócil y buena compañera Stella Maris se acercó tanto a ese aspersor humano.  Seguramente por vergüenza o miedo, vaya una a saber.
El hecho es que la pobre Stellita quedó como en estado de shock y lentamente sacó un pañuelo. "Se va a secar las lágrimas", pensamos todas. Pero hete aquí que no.
Parsimoniosamente y con la mirada fija en la hermana, se empezó a secar lentamente los escupitajos provenientes de la cavidad bucal de Agustina, en las solapas del blazer, cuello de la camisa y alrededores.
Del rosa al rojo, del bermellón al violeta iban subiendo en franjas horizontales, los colores desde el cuello hasta la raíz de los cabellos en la cara de la furiosa monjita, que más que cara parecía un cielo vespertino. Mientras tanto dió un bandazo con su amplia falda, pegó media vuelta y se fue ofendidísima. Allí nos dimos cuenta todas, de qué pasta estaba hecha nuestra compañera: era sádica, pero disimulaba bien.
Hablando de pastas, muchos años más tarde, al subir al crucero, Stella Maris no se dejó convencer de que, a bordo, había un buen cocinero y que no hacía falta su ingente trabajo para la elaboración de exquisiteces; que por qué no se acostaba plácidamente en la cubierta en esas elegantes reposeras a rayas, y que, cada tanto, se le llevaría en bandeja de plata, puchos y whisky.
No hubo caso, no aflojó. Era demasiado sedentarismo para ella. Se hizo un casting con hábiles cocineros que no escupieran al hablar, todo hay que decirlo, y al fin se logró conseguir a un castrati de voz aflautada y de carácter dócil para que Stella lo mandara de aquí para allá a su antojo.
Todo ocurrió, ocurre y ocurrirá bajo la inevitable y escrutadora mirada de sor Monjamon, portadora del PANÓPTICO, de la cual hablaremos más tarde.

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