domingo, 2 de octubre de 2022

EL GLOBITO

 


Escrito por FLAVIO RODRÍGUEZ

Era viejo, muy viejo, ajado y desgastado por la vida cruel que lo golpeaba sin culpas todos los días, y el clima impiadoso que lo hacía tiritar de frío en invierno y empaparse de calor en verano había también dejado desde hacía años, su salud bastante resentida. Claro está, era un indigente, y vaya a saber desde hacía cuantas décadas atrás, vivía en la calle.

El Retiro era parte de sus dominios, tierras que alcanzaban el límite de  la Facultad de Derecho, esa mole frente al Museo de Bellas Artes.

Por allí caminaba todo el día, lleno de bártulos, como una especie de Príncipe de la Tristeza, o Dios del Descalabro. Tapado con una frazada en invierno. Y también en verano. Con una pava de aluminio sin tapa tiznada de negro, atada a un piolín que le oficiaba de magro cinturón….

Había (por obra y gracia de vaya a saberse quién) conseguido unos borcegos de trabajo (luego me enteré que se los había regalado un operario de la vieja SEGBA), que la verdad eran bastante nuevos……pero número 39. Como nuestro personaje calzaba 43, le había hecho un corte a las puntas que dejaban apuntando desnudos y hacia la libertad a unos inefables dedos sorpresivamente muy cuidados. De alguna manera que hasta ahí desconocía, nuestro querido indigente mantenía sus pies aseados y sus uñas perfectamente cortadas.

Un día (y de casualidad), estaba yo saliendo del Rond Point de Figueroa Alcorta y Tagle  (frente a ATC, hoy Televisión Pública), luego de un almuerzo con amigos. Y es allí que observo la siguiente escena:

Ahí sobre Alcorta, un par de gringos con un mapa de la ciudad le preguntaron respetuosamente algo sobre una dirección a un juvenil cronista deportivo que pasaba por allí, que supimos luego conocer como Mauro Viale.

Y cabe aclarar dos cosas: una que el nivel de inglés utilizado por los gringos era (es obvio) ultra avanzado, yotra que Mauro Viale no sabía ni decir “No” en inglés. Ni “no” ni nada, a fin de ser sincero. 

Mauro se acercó a ellos (siempre le ponía mucha onda y actitud a todo, con Crónica y La Razón enrolladas bajo su brazo) y trató, aunque fuera con gestos, de explicarles.

Nada, a nivel que los gringos turistas ya se reían sin tapujos. Y los tres se reían y los que observábamos la bizarra escena, también.

No me había percatado de que nuestro querido personaje se encontraba allí descansando, mas bien despatarrado en el piso, su espalda contra la torreta del semáforo. Mauro lo vio, le guiñó un ojo y (divertido) le dijo:

-“Arreglála vos, Osvaldito, sacáme de esta”!!-

Se rió tímidamente nuestro Príncipe triste, nuestro Dios descalabrado. Pero se levantó, se acercó a los extraviados jóvenes, les sonrió con esa dentadura desprovista de un paletón y de todos los incisivos y en un perfectísimo inglés de cuna que ya lo hubieran deseados estos gringos, les empezó  a aclarar todas las dudas, que colectivos tomar, donde bajarse y cuáles eran las bondades del barrio al que se dirigían (iban a Palermo Viejo). Los gringos, encantados, se tomaron fotos con él y se fueron, seguros, a su destino.

Hizo un gesto extraño para mí, en ese momento: sacó de entre sus ropas un pequeño globo rojo, viejo y apenas inflado, apenitas. Vieron cuando apenas apenas se sopla un globo, que se lo saca, digamos, de su estatus de desinflado? Bueno, eso, la nada misma. Le dio un beso. Y lo guardó.

Ya descubierto por mi curiosidad, lo vi (y le presté atención a partir de ese instante) ahora muchas más veces.

Pidiendo alguna moneda, cruzando alguna calle, tomando agua en algún bebedero. Incluso descubrí que dormía bajos los arcos del Planetario, donde se guarecía de humedades y penosos olvidos. 

Y casi siempre ante cualquier situación, efectuaba indefectiblemente el mismo gesto: sacaba de alguna parte de sus raídas ropas el globito y le daba un cariñoso beso, la más de las veces con los ojos cerrados. Me enteré también que ya de hacía tiempo un desconsiderado de alma y pobre de corazón (que como sabrán es una calaña que nunca falta en esta vida) lo había bautizado como “el loco del globito”.

Alguna vez le di algo con que soportar sus noches o su estómago. Siempre es poca cosa.

Dos o tres años después, allá por el 93, el interno 47 de la línea 130 le pasó por encima, impiadoso, frente a la Facultad de Derecho. La tapa de Crónica no fue menos cruel: “SE MATÓ EL LOCO DEL GLOBITO”, con sendas e insoportables fotografías en la contratapa.

Al día siguiente (yo en general andaba por la zona), Mauro que me dice:  -“Viste nene quién se murió?? Osvaldito!!”-

Y sabés algo más de él? – le pregunté- “No, nada, que era un fenómeno”. De las escasas oportunidades en las que por aquellas épocas, lo noté sinceramente  triste y apesadumbrado.

Y es así como me enteré de su triste final, tal vez por casualidad (o tal vez no)…..

Pasaron un par de años, menos de dos, las cosas mejoraron y me mejoraron, y algunos amigos me pusieron en contacto con algunas familias “encumbradas”. Tenía yo que armar una tesis y me venía genial. Es por ello que así conocí San Simón, en el partido de Maipú, allá por la primavera de 1995.

La legendaria y antigua estancia de los Alzaga Unzué, en la cual todavía festejaban anualmente todos los nacimientos, casamientos y (por supuesto) los nobles fallecimientos de diversos integrantes de la distinguida familia.

Fui invitado casi fortuitamente no por Rodolfo (claro) sino por su inolvidable hija Agustina, una señora ya muy entrada en años. Digo “fortuita” porque ella no me conocía, pero su esposo Marcos era muy amigo de quien había sido mi primer jefe en el ámbito laboral, y tuvo una época en la cual me veía todos los días y todos los días tenía yo que incluirlo en la agenda de mi empleador, como “un favor”, se podría decir. Es que la esposa de mi jefe no soportaba mucho al para mi tan anciano como genial Marcos González Balcarce, pero esa es otra historia.

Bueno, para no aburrir, estaba yo ahí no por ser parte de nada sino por  trabajar como secretario para uno de los dos tipos que eran considerados por aquellas viejas épocas de mis 30 años, faros de la cultura nacional. Mi jefe tuvo que excusarse de ir, y fui yo. Así de simple.

Si observan la foto que acompaña, el casco principal de San Simón tiene un encanto mágico, rodeado de un parque de ensueño. Y está cimentado sobre una lomada que al frente posee un enorme espejo de agua. Todo lo que se imaginen de un cuento de  Ursula Wölfel, en San Simón es posible.

Imaginen que cuando María Luisa Bemberg buscaba una locación para filmar su película "Mis Mary", vio San Simón y no lo pensó dos veces, quedó enamorada…por lo demás, hasta cuatro generaciones de Álzagas pasaron por acá.

Como fuera, andaba yo boyando de mesa en mesa entre sandwichitos y canapés cuando escucho a la señora Alzaga Unzué decir, con sus lúcidos setenta y tantos años: “Has visto que a Valdito lo atropelló el 130, ese colectivo de Palermo y lo mató? Que desperdicio de niño!”.

Automáticamente en mi mente se me representó la imagen de Mauro Viale, diciendo “Arreglála vos, Osvaldito, sacáme de esta”, y la triste imagen final.

Y resulta que había sido administrador de San Simón, que había poseído vastos campos en Zárate, que fue hijo de franceses, hablaba seis idiomas, y que su prometida (la más linda de Zárate) falleció un día antes del casamiento. Pero que el golpe mortal lo recibió tan solo un año después, ya que Anastasia, su madre (coincidiendo con los preparativos de los festejos del cumpleaños de primogénito Osvaldo) falleció de un síncope de una manera casi bizarra: mientras inflaba los globos del malogrado cumpleaños de su hijo.

Lo otro que le escuché a Agustina decir, fue: “Perdió todo. Imagináte lo mal que quedó, que siempre guardaba un globo que llevaba a todos lados porque decía que lo único importante en su vida era solo ese poquito de aire que quedaba dentro, porque lo había inflado su madre…y no quería perderlo. No supe nada de él por treinta años, hasta que leí su nombre en ese diario. No lo podía creer, che”.

Esa noche cuando llegué a casa, busqué desesperado el diario hasta que lo encontré. 

La foto de Crónica mostraba a una triste marioneta destartalada, destrozada por el impacto. 

Sin embargo, algo era evidente: pese a la atrocidad de la imagen, en su mano derecha sostenía firme un pequeño globo rojo, viejo y apenas inflado, muy apenitas. 

Bueno, eso, en apariencias, la nada misma…

El Príncipe de la Tristeza (o el Dios del Descalabro) se llamaba también Osvaldo Washington Marchand Ortega, y había guardado celosamente un amor, toda su vida. El último suspiro de su madre. No tenía más. Pero eso, lo mantuvo vivo.

Bueno, hoy día ya ni Mauro está, así que solo puedo dejarles este relato, tan corto como desordenado. Intento (y prometo) mejorar.

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Y estamos regresando al redil y se vienen mas historias…

Mil gracias por llegar acá y leer.......

Pero más gracias por estar.

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