sábado, 1 de octubre de 2022

SORTILEGIO

ESCRITO POR MARCELO ALEJANDRO CAPARRA

             Ilustración de Margaret Kane

SLM  

Me temblaban las piernas cuando le pregunté el nombre a la kiosquera de Mac Lean y calle cinco (¡qué genialidad! Hace tanto que no me felicito por nada que tuve que felicitarme por no haber perdido, a mis años, la capacidad de asombro. Y la idolatría un tanto histérica de los perros y los niños que tocan a sus dioses y se hacen pis encima de felicidad. No perdí el horror ante lo sublime bello. No perdí la capacidad de temblar). Le ofrecí respetuosamente mi nombre para quedarme con el suyo, como un secreto a medias, una moneda privada, algo que vive en lo oscuro, y mientras se lo daba llevé protocolarmente la mano derecha al pecho como resabio de hidalguía o qué sé yo. Mi chica tiene flequillo rolinga, estrafalario y hermoso, ojos demasiado enormes y ombligo empoderado. Todo en su cuerpo es a la vez libérrimo y portátil (escribo estas palabras con los ojos cerrados). Todo en ella hipnotiza y sortilegio y su jurisdicción, aunque divina, es tan pequeña, tan geográficamente pequeña quiero decir, que uno puede deleitarse contemplando todo el paisaje al mismo tiempo porque todo queda cerca de donde aterrizó el deseo la primera vez. Y el lector percibe, con un pantallazo ligero y sin mayores esfuerzos, la cortesía de su gramática, la seducción del formato breve, la intermitencia de su aliento, la infinita generosidad del hacedor.  Todo en ella es chiquito y la eternidad, todo es redondo y muelle, todo mi mundo cabe en su ombligo (y las palabras sobran), todo es cápsula y el universo, horizonte y célula, cuchara de helado doble bocha de mi infancia y molécula de Dios, es un eco que viene desde dónde, una sed, como llegar, descansar, acabar.  

Por cierto, se llama Salma. O así me dijo (“encantada, Marcelo, Salma me llamo”). O a mí me agrada, me viene bien que se llame así.  Un nombre blanco, como los lirios en el jardín del persa que –si damos crédito a la leyenda– solo se abren a medianoche, su fragancia encandila y embriaga sin cesar. Volví con la oscura certeza de ya no ser un viajero solitario, un extravío con canas; con la certeza indeclinable de ser ahora parte de ese pueblo embrutecido y místico, de haberme vuelto, ahora y para siempre,  nación de su destierro. Me llevo tu nombre a la sábana, Salma, para amansar la blanca calma, para narrar las ganas, para amarrar las almas –y amarlas más. El sonido de Salma sopla suavemente sobre la brisa que su nombre nombra. Sé que esta noche descalza y entre jardines algo en su nombre se acordará de mí.  



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