domingo, 13 de noviembre de 2022

GATAS Y PERRA

 UNA HISTORIA REAL por Mónica Bardi

Con todo cariño y cuidados criamos a nuestra gata Mimi hasta llevarla a adulta. Era la reina del vecindario. Pensamos que si se acostumbraba a estar dentro de la casa no iba a desarrollar tanto hábito de salir a callejear. Pensamos que si dormía en una cunita con nosotros no la iba a tentar la noche. Le dábamos su comida de gatos pero también un poquito de mortadela que le encantaba. 

Todo iba bien como una niña bien. Pero un día nos tuvimos que hacer cargo de una perra amorosa llamada Chela por un par de meses. Se fueron acostumbrando la una a la otra. Pero Mimi, que sabe hablar, presentó sus quejas por escrito y por audio. Le explicamos que había que aguantar porque de eso se trata la solidaridad. Y lo entendió, aparentemente. 

Un día decidimos castrarla, por consejo veterinario, cuando vimos que la merodeaba un novio gordito y amarillo bien educado con el que jugaba a juegos eróticos. No nos íbamos a arriesgar a que se fuera de fiesta por una cuestión hormonal y nos llenara de nietos maullando. Muchos días después vino Mimi del jardín, como siempre, vió su mortadela y la ignoró. Luego salió por la puerta y nunca más volvió. Como  nunca. No sabemos si emigró, si la secuestraron o si eligió otro hogar. Nunca nos escribió... ni un mísero WhatsApp.  Entretanto, la perrita Chela volvió a su dueña. Estamos seguros que Mimi no pudo aceptar el compartir la casa donde había vivido como monoteísta absoluta, con una competidora canina, encima femenina. 

Días más tarde, apareció en el jardín la gata Tita, muy arisca y desconfiada. No podíamos ni acercarnos. El agua y la comida se la dejábamos lejos de nosotros pero a su alcance. De a poco se fue acercando y entrando a investigar los rincones de la casa aunque se sobresaltaba con facilidad y huía asustada. Era territorial al máximo: nada de gatos cerca y tenía una mala costumbre: le gustaba morder. Nos parecía que había vivido mucho de manera precaria y llena de necesidades. Lentamente se volvió más y más casera y más y más cariñosa. Ya duerme ignorando los ruidos cotidianos, totalmente relajada. Adquirió confianza. Todavía no la mandamos a la escuela porque tenemos miedo que las malas compañías (que es lo que abunda en los colegios) se la lleven como a Pinocho. 


Habíamos domado a la fierecilla con sobredosis de amor. Ahora es ella la que decide salir poco. Debe estar castrada o tiene alergia al sexo opuesto, no lo sabemos. Al final, Mimi, la niña bien criada entre algodones huyó y no tenemos ni idea de cómo le ha ido en la vida. 
Pero ésta, Tita, la vaga callejera consiguió un hogar. Son animalitos libres: eligen su destino instintivamente. Son migrantes indocumentados. Hacen bien. "¿Para qué pensar tanto, si al final el resultado es siempre incierto?" me pregunto desde mi cerebro sapiens. 


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