domingo, 15 de agosto de 2021

BOMBI Y JULIÁN.

Tendría yo unos ocho años cuando ese día soleado e invitador nos fuimos de excursión. Había un sendero. Mi hermanito y yo corríamos entre cañaverales bajo un sol inmisericorde con esa felicidad ciega que solo se vive en la infancia. Había árboles, matorrales y unas mariposas andaban mariposeando por ahí. Vimos unas vacas tetonas blanco y negro que nos miraban de reojo mientras rumiaban. Un arroyo perezoso nos arrullaba con su cuarto elemento transparente y coqueto. 

Llegamos a un lugar con sillas y mesas de jardín. Unas gallinas con sus pollitos pululaban por todos lados. La más sana de las libertades nos sonreía desde esa brisa acariciante. Una tarde divina. 

Salí corriendo con la absoluta convicción de alcanzar y abrazar a una gallina y declararle mi amor. En mi caracoleante correr había muchos obstáculos...y uno de ellos me pilló. Caí cuan larga era al suelo de tierra, de boca y mis dos incisivos centrales de leche salieron despedidos para siempre de mi boca, en un fuerte impacto. Sangre, gritos y un gran alboroto se formó a mi alrededor. Mi papá me levantó en brazos y volamos al baño donde me lavó la boca con mucha agua y jabón. Recuerdo que no lloraba, estaba como muy perpleja y asustada. Me acostaron y de golpe me encontré en el siglo XIX porque estaba en vigencia el ROMANTICISMO como corriente estética. Un concierto de piano de Rachmaninoff iba y venía y me hamacaba mientras una escalera de teclas marfil y negras me hacía perder el equilibrio. La música más dulce y sobrenatural nos sobrevolaba y, por un momento, pensé que estaba en el mejor de los mundos posible, flotando entre partituras y pianistas melenudos. Nada me dolía y todo me complacía. ¡Cuánto le tengo que agradecer a Rachmaninoff!

 Al despertarme, sonreí al ver a mi papá a mi lado, que me devolvió una mirada algo apenada. ¡Claro, le impresionó mi sonrisa desdentada de un minuto para otro!

Más de 65 años más tarde iba yo caminando con la Bombi, la perrita boxer francés de mi hijo Alejo por una bella calle arbolada de Chiclana de la Frontera, cuando inadvertidamente pisé una baldosa de punta que me hizo perder el equilibrio. Mientras caía al suelo, sólo pensaba en proteger mi prótesis de cadera; así que esa pierna la mantuve de manera refleja, lejos de la caída. Alcancé a abrazar a una papelera para amortiguar el golpe y caí de boca. Sangre, escándalo y vecinos... Bombi ladraba asustada. Y me seccioné el labio superior por la mitad, como si tuviera labio leporino. Me lavé vigorosamente con agua y jabón en el baño de la asustada vecina, comprobé que mis dientes no se movían y me junté los dos bordes de la herida, manteniéndolos unidos, a ver si se reconocían, encajaban y tenían a bien cicatrizar sin necesidad de hilo y aguja. 

Volvimos Bombi y yo a casa caminando, ya que era cerca, y me tumbé en el sillón mientras mantenía bien unidos los bordes de la herida con papel higiénico bien mojado. Los del tercer mundo nos arreglamos con lo que haya a mano. Bombi me miró hasta comprobar que la cosa estaba tranquila y ella también se tumbó en su alfombrita. Nos dormimos. No sé que soñó ella pero yo me dejé acariciar por el concierto para piano de Grieg. Parece que cada vez que me rompo la cara me visitan los románticos. Será para compensar, digo yo. 

Las caídas y ruptura de dientes traen otros recuerdos que vinieron a remolque desde mi casa de Témperley: el Tata Broquen, viejo amigo de la familia, abogado de profesión,  luchador por los derechos humanos, solía venir a mi casa de Témperley los domingos a comer ravioles y nos deleitaba con su culta y humorística charla que los demás escuchábamos abducidos. Tenía terror a los dentistas, (de ahí el lamentable estado de su dentadura) y a las cirugías. Por esa razón tenía una gran hernia que llamaba mucho la atención por su volumen, cosa que él aceptaba con deportividad, comentando que no quería "despertar falsas expectativas en las mujeres". No podía ocultar que le gustaban muy jóvenes, ése era su punto flaco y lo que seguramente le trajo problemas con su ex-mujer. 

Él era el que me recomendaba lecturas para que mejorara mi mediocre nivel cultural y me había rebautizado como "diamante en bruto". Mi pareja, Juan Giani y él se reían a carcajadas de sus propias ocurrencias, más ocurrentes después de un par de vinitos. ¡Cuánto aprendí de ellos dos! El Tata y nosotros nos habíamos conocido a través de su hija Patricia (Patru para los amigos),  ingeniera agrónoma, que trabajaba en Parques Nacionales cuando todos vivíamos en la provincia del Neuquén. Patricia estaba casada con "Bicho" Girardin, un uruguayo divino y ya habían nacido dos de sus tres hijos: Julián y Leandro y dos de los tres míos: Camilo y Cuyén. 
Girar para ver la fotografía. Sepan disculpar. 

Me acuerdo que cuando se anunció la visita del Tata a la casa de Patru, yo dije algo así como: "uh, nos invaden los jovatos" con tono sospechosamente desconfiado (Eran épocas de rupturas generacionales), pero Bicho me tranquilizó usando una expresión muy suya: "No, Momoca (mote mío para los íntimos), éste es potable". 

Y tanto que lo fue. Jamás nos hubiéramos imaginado que nos íbamos a encontrar con un ser con semejante cultura, magnetismo y poderosa seducción, todo en el mismo envase. "¡Lo que habrá sido de joven, un peligro, como todos los seductores!", decía Juan medio en broma, medio en serio, quién, a pesar de su gran simpatía hacia él, lo seguía analizando concienzudamente. Como si algo del fondo del Tata no llegara a comprender del todo. A mí me parecía una exageración y no le hacía mucho caso a esas dudas. ¡Bah!, le decía, nadie es perfecto. 

Más de 60 años más tarde, su nieto Julián y yo iniciamos una charla, nuevas tecnologías mediante, en la cual rescatamos recuerdos aparentemente perdidos, amor por la poesía y unas cuantas fotografías. Esas frases que quedan colgadas de alguna neurona a punto de morir revivieron desde el fondo del hipocampo, acompañadas de paisajes idílicos, caras sin arrugas y pelos sin canas. Las sorpresas que nos da la vida.

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