Estoy proclive a los recuerdos: debe ser el sofocante verano que me pone las neuronas a baño maría.
Yira que te yira (diría el tango) rotaba mi calesita de colores con coches, aviones y animales, ante las miradas sonrientes y movedizas de la parentela. No sabía si giraba o volaba, pero el hecho es que yo la sortija no la alcanzaba, por mucho que me estirara. El germen de lo que luego fue mi perseverancia ya se dibujaba desde esos remotos tiempos porque seguía insistiendo en cada vuelta, con ojos desorbitados y risas histéricas, el impulso de agarrar la sortija de marras.
Cuando estaba por terminar la última vuelta, el hombre que sostenía la anhelada "joya" tuvo la generosidad de ponérmela a tiro. Eso no lo sospechaba yo: suponía que esta vez me la había ganado a pulso gracias a mi buena puntería.
Ese hombre joven que me facilitó apropiarme del tesoro probablemente nunca supo la inmensa satisfacción e inolvidable sensación de logro que me regaló aquélla tarde de verano. Todo se olvida pero esa emoción no.
Cuántas personas nos han dejado huella y de las cuales solo conservamos eso: la huella. Ni caras, ni nombres, ni siquiera lugares, aunque lo indeleble persiste y persiste tercamente rodeado de imágenes difusas, músicas antiguas y personas inolvidables que ya han sido olvidadas, (otra vez Borges). Todo es evanescente, diluído, borroso y hasta llegamos a preguntarnos si de verdad aquéllo ocurrió, pero ya no queda nadie a quien preguntarle.
La flacucha de melenita oscura que era yo, ese día algo aprendió: a insistir una y otra vez, tautológicamente, sin perder de vista el objetivo. El "mandato" de feminidad de lograr algo dándole al tema las vueltas que sea necesario se lo copié a la calesita. ¡Por eso nos dicen víboras, jeje!
Tampoco olvidé cuando miraba con intrigada tristeza desde la ventana de mi casa al bello carrusel parado, con su funda de tela cubriéndola por completo y dándole un aire fantasmal, porque había una epidemia de poliomielitis en el año 1956. "¿Qué pasó con la calesita?" pregunté perpleja a María, la galleguita inmigrante que desde los 15 años vivía con mi familia y era buena para todo; y me contestó algo que entendí vagamente como "parada infantil", lo cual no se alejaba tanto de la realidad porque parálisis es estar parada, detenida. Por eso no íbamos al colegio, pintaban los árboles de blanco y llevábamos bolsitas de alcanfor colgadas del cuello. Pensé: ¿la calesita también puede enfermar y por eso está quieta?
Recuerdo el desborde de angustia que se desató en mi casa cuando mi hermanito amaneció un día con fiebre, en plena epidemia. Vino el pediatra volando y diagnosticó una amigdalitis. Menos mal. Me confundió mucho ver a mi madre sollozando agónicamente porque no entendí que era de alivio. La sonrisa de mi padre fue más explícita. Veía, a través de la ventana del living, a los vecinos de una familia muy pobre y numerosa jugando alegremente por la calle, a pesar de la polio y oí a mi padre que murmuró con serio semblante: "a ellos no les va a pasar nada, gracias a Dios. El virus vive en ambientes inmaculados con lavandina. Mejor, ya tienen bastante con la pobreza". Pensé: entonces ahora mismo me voy a revolcar en el barro... no era mala idea y sonaba alegre y transgresor. ¡En el barro tibio con los tres chanchitos: una gozada!
En algún momento se restableció la normalidad, pero la polio había dejado un tendal. Se superó gracias a las vacunas de los doctores Salk y Sabin. Eterno agradecimiento hacia ellos.
Gira y gira mi prima querida.
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