domingo, 26 de junio de 2022

FAMILIA

 

Algo actúa de disparador (¿una foto?) y afloran los recuerdos: un joven, muy joven durmiendo la siesta en un sofá al lado de un señor mayor, durmiendo la siesta en otro sofá. La tele está encendida pero con el volumen bajo. Una mirada de cariño los merodea desde la cocina. Es la mujer del señor mayor; que ya terminó de lavar los platos y sonríe al verlos tan relajados. Nunca había tenido hijo varón, sólo hijas. Ese joven es el novio de una de sus hijas. Afuera se oyen lejanos pájaros piando sin cesar. Y a pesar de que están en una pequeña capital de provincias normalmente festiva, no es muy ruidosa a la hora de la siesta. Aplastante y con el implacable sol andaluz. Había cariño en el ambiente. Armonía. Había esperanza. 

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Ella estaba embarazada. Son muy jóvenes y no tienen trabajo ni dinero. Pero tienen familia de los dos lados. Y una de esas familias les dejó una vivienda en una ciudad cercana y la otra familia le dió a ella un trabajo. Luego el terminó los estudios y también consiguió un trabajo. Así que al final, cuando nació el niño, pudieron mudarse cerca de la madre de ella para que se quedara con el bebé mientras ellos trabajaban. Había cariño en el ambiente. Armonía. Había esperanza. Sin embargo, un hecho luctuoso fue como un anticipo de lo que vendría: murió el hombre mayor que años antes dormitaba en el sofá con un sufrimiento que podía haberse evitado. 

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Trabajo, techo, necesidades básicas: jamás faltaron. Siempre de algún lado salió la solución. Mejor o peor, pero solución, con buena voluntad, con la preocupación de que eso se resuelva y además, en familia. O con amigos y muchas veces, para amigos. Algunos que luego traicionaron esa mano tendida. Si alguna estaba estudiando y necesitaba faltar al trabajo, se comprendía. Si alguna tenía al hijo con fiebre y necesitaba faltar al trabajo, se comprendía. Había solidaridad. Si alguna quería dejar el trabajo, se la indemnizaba o se llegaba a un acuerdo. Si alguna quería hacer una experiencia en el extranjero, se aceptaba. Eran jóvenes. Porque siempre se partía del antiguo proverbio: "lo que siembres, cosecharás". Había tolerancia. Había ilusión. 

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Como en todos los grupos humanos, hubo errores, broncas, discusiones y malentendidos. Alejamientos y cosas que dañaron. Problemas de dinero, pequeños egoísmos y susurros que animaban al rencor y no al perdón. Como en todas las familias. Pero siempre se trataba de rescatar, de sumar y no de restar, con el optimismo por delante e intentando dar ejemplo y quitando hierro. Siempre se trataba de que en la balanza pesara más lo favorable, lo bueno para la pequeña tribu; que las tendencias negativas, las que siembran discordia y desconfianza, pesaran menos. Pero no era fácil. Construir es largo y laborioso y exige un esfuerzo de la voluntad, pero de la buena. En cambio, destruir es rápido, es dejarse llevar y, muchas veces, es irreversible. Pero eso todavía no lo sabían. 

Los años pasaban. Las circunstancias iban evolucionando con sus más y sus menos. Ajenos e inmersos como estaban en sus propios problemas no vieron venir la ola de individualismo, intolerancia y el fomento del odio que iba inundando la sociedad en la que vivían.  La religión en la que habían crecido, aunque no fueran practicantes, predicaba el perdón y exaltaba la familia pero la fuerza del rencor y la descalificación que campaban a sus anchas en las novedades tecnológicas podían más, mucho más. El dios era el dinero. Las desigualdades iban siendo mayores que nunca, millones de personas se iban empobreciendo y eran privadas de un papel en la sociedad. Hasta las luciérnagas iban desapareciendo del entorno, como metáfora del peligro de la sociedad de consumo. Algo de lo humano se estaba perdiendo. (Pier Paolo Pasolini). Era difícil predecir que muchos jóvenes estaban siendo devorados por el tsunami de intolerancia. Ella siempre se  acordaba de aquél que había intentado recuperar a su familia y decía: "esto de la familia es como una estatuilla de marfil. Se rompe, te da pena y la pegas, pero ya nunca volverá a ser lo mismo".

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Al final, él y ella, ya mayores y en esa nueva pareja que habían formado; que tanto habían luchado en sus respectivas familias, que tanto habían compartido, tantos cumpleaños, tantas tardes de playa, de juegos y de viajes, tantas alegrías y tristezas, de todo eso sólo quedaban las fotos como testigos descoloridos de un pasado cariñoso. A pesar de sus divorcios y sus inestabilidades, creían que algo había todavía, en el bote salvavidas. 

Se miraron y se preguntaron: ¿para qué tanto sembrar? Y repitieron al unísono ¿para qué?, sin entender cabalmente esas rupturas, esa indiferencia, esos alejamientos con algunos de sus hijos y nietos que parecían definitivos. Y ello dejaba paso a la siguiente pregunta: ¿por qué? ¿Tan mal lo habían hecho? El rencor que ennegrecía las almas de sus hijos, de ellos dos no lo habían aprendido, de eso estaban segurísimos. Pero las respuestas a tan poliédricas cuestiones nunca alcanzan, siempre son provisionales y quién sabe que parte de aciertos tienen. Es una lotería. Es inútil. 

Él, después de mucho pensar, dijo que le quedaba la satisfacción de todo lo bueno que era plenamente consciente de haber hecho, de haber disfrutado una niñez maravillosa con sus hijos, así como él había tenido una niñez maravillosa con sus padres. Aunque ahora no viera a sus nietos. Que ya ni los conocería si los viera por la calle. 

Ella siguió pensando pero no lograba encontrar nada que la conformara. Su niñez no había sido tan maravillosa y la de sus hijos, tampoco. Pero admitamos que tampoco fue tan trágica, salvo la desaparición de su hermano a manos de la dictadura militar. El desarraigo de su familia, cuando ella decidió emigrar a otro país, en plena adolescencia de los hijos había exigido de todos un esfuerzo extra de energías y adaptación, que, en lugar de unirlos, los había ido alejando aunque vivieran bajo el mismo techo. 

Le parecía imposible que el rencor y la neurosis le hubieran ganado la partida. Le parecía imposible que ellos no entendieran que "la unión hace la fuerza" y que en tiempos difíciles, la cercanía de la familia puede actuar como una malla de protección y que si no, "se los comen las de afuera". Todavía no conocíamos la expresión "violencia vicaria", que significa que uno de los componentes de una pareja predispone a los hijos contra el otro. Veneno.  

Cuando hay tantas incógnitas no está de más repasar a los filósofos. Y el que escribió mucho sobre la ira y otros sentimientos que envenenan la vida de la gente, fue Séneca (Córdoba, 4 a.C. - 65 d.C.), un filósofo estoico que, dirigiéndose a su hermano menor, escribió un largo tratado en el cual afirmaba que tal sentimiento hace más daño al que lo experimenta que al destinatario. Como un ácido, que corroe al recipiente antes de que llegue al lugar donde se vierte. 

Séneca sufrió muchísimo en su vida con su mala salud y su asma y dijo que no se suicidaba para no darle un disgusto a su padre. Vivió en pleno auge del imperio romano y fue tutor de Nerón, al que intentó enseñarle el autocontrol de sus emociones. Obviamente, sin éxito ya que los desbordes de crueldad de Nerón han perdurado a través de los siglos. 

Finalmente Séneca, sus dos hermanos y un sobrino se suicidaron antes de caer en las garras de Nerón, que los había condenado a muerte, cuando las movidas políticas se pusieron en su contra.

       Pintura de Manuel Domínguez Sánchez (1840-1906): Muerte de Séneca. 

Ella pensó que si Séneca, con todo el intelecto a su favor, terminó así, era hora de ir aceptando y digiriendo los hechos,  ya que no podía cambiarlos. Sin tantas fatigas y dejar el tema atrás. Bien atrás. Aprender de la madres de Plaza de Mayo y superar el victimismo. 

Después de todo algunos trozos del naufragio habían logrado ser rescatados y como la esperanza es lo último que se pierde...pues eso.





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