domingo, 19 de junio de 2022

PADRE

 


MARCELO ALEJANDRO CAPARRA. 

El Día del Padre me levanto temprano para ir a comprar facturas para mis tres hijas. Busco agasajarlas a través de mí. Nadie me obliga, lo hago porque "quiero", o porque sí. No se me ocurre una síntesis más perfecta de nuestra condición. El padre es un hombre que ya ha dejado de ser propiamente una persona –es decir, carece de voluntad propia, apetencias o libre albedrío– para volverse un pasamanos, un vampiro al revés: no vive, se deja vivir, se ha vuelto arteria interplanetaria, pone su cuerpo-puerco a disposición de los usuarios y ve pasar la vida a través de él. Soy una vaca (no creo en el “instinto” ni en categorizaciones sexogénero: creo en el sacrificio que disuelve el yo o lo anula para encomendarlo a algo superior, creo en la entrega y en el amor) y mientras mis terneros chupan, me autoengaño o me ilusiono con ver la vida un poco más. Voy corriendo los límites: doce, quince, dieciocho; primaria, triple duelo, segundo divorcio, acto académico, mayoría de edad. Ahora que lo pienso, yo también las uso: las uso para no morir. (Los hijos son una trampa mortal). El día que cargaron la Tarjebús y me dijeron “nosotras podemos volver solas, papá”, conocí el horror y estuve una semana sin hablar. Ya no puedo tomarlas del brazo para cruzar al otro lado. Ni siquiera mi apellido es enteramente mío: un puñado de pitufos mal peinados, de canallas imberbes, de torpes picaflores hormonales lo utiliza en contextos procaces, me oigo mencionado pero el mensaje no es para mí. Deshojado en el otoño, me desparramé. Enmascaro la cobardía de no morirme todavía en una metáfora tradicional y trepidante. Mi salario es un chiste, un dibujo torpe a cuatro manos, una sonrisa. Seis de membrillo y seis con crema pastelera, por favor. No no, dulce de leche no. Después de los cuarenta, “felicidad” se vuelve una palabra resbaladiza, un significante con un significado siempre cambiante, vertiginoso, desplazado. Me veo oscuramente reflejado, pero cuando las miro sin buscar. Debo buscar en los escombros de décadas, remover siglos, eternidades de desmemoria planificada, debo reconstruir el espinazo de la familia, debo disimular el yuyo amargo, debo partirme en tres. Les dediqué tres libros que nunca leerán: mejor así. Ya bastante tienen con ser lo que serán (imagen para un sueño: tres hormiguitas hombreando trabajosamente un ataúd relativamente prestigioso por la ciudad, ¿a dónde me llevan?, ¿hacia dónde van?). Tengo que sacarles fotos a escondidas porque, claro, para ellas el presente es un rumor inacabable y la muerte una abstracción. Si el tiempo no pasa, sacar fotos es despilfarro y tautología. A la más chiquita le enseñé a decir “Darth Vader”. Pienso en estas chucherías mientras regreso a casa (la primera panadería estaba cerrada, tuve que hacer tres cuadras más) cascabeleando con las facturas y el catarro a cuestas, el sol se despereza del otro lado de la avenida, busca, como yo, un abrazo triple con lagañas, a fin de cuentas todos peregrinamos algo. Odio a Piero, odio a mi papá: procuro no volverme él, pero la pulseada es más difícil cada vez. (Un pájaro muy negro vive en mi pecho, quisiera sobreponerme a mí). Le digo a mi cara que piense algo lindo. Procuro detener el tiempo, saborear el sol de la mañana y no llorar. 


✍️🎁💝

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