jueves, 6 de mayo de 2021

LAS HIGUERAS

Me siento a su lado y la observo. Esto es como lo del minutero del reloj: no se ve moverse, pero se mueve. A la higuerita no la veo crecer, pero crece. La planté en memoria de los desaparecidos. Ese bebé de árbol saca mínimas hojitas pero también higos pequenísimos, que luego caen. Son como ensayos de su futura maternidad. Y no sólo eso: la higuera nos brinda dos frutos: en primavera nacen las brevas  y tiempo después, los higos. 


En esa doble fructificación veo a dos personas entrañables y ausentes, cuya presencia se agiganta con el paso de los años. Mario y Claudia, mis queridos desaparecidos, siempre ahí, en el aire, en las plantas, en el recuerdo y también en las fotografías empañadas. El higo y la breva, una pareja que lucha contra el olvido, como los surcos que se dibujan en la arena de la playa y la ola inclemente, barre. En lo que fue y en lo que pudo haber sido: las canas y las arrugas que manos criminales impidieron llegar. 

A unos cuantos metros de donde la higuerita apunta hacia el cielo, otra planta hermana ha salido espontáneamente hace años en un lugar muy inhóspito para ella: pegada a las baldosas y a la estructura donde esta todo el griferío para regar y para el desagüe. 

Entremedio del cemento y en un lugar imposible vive ella, pertinaz y terca, crece y vuelve a salir a pesar de nuestros constantes intentos de eliminarla. Por fin entendimos que eso no era posible, que ella quería vivir en ese lugar aunque fuera incómodo, así que allí está, muy oronda, hasta que empieza a estropearse y entonces la podamos para que siga viva. Todo un símbolo de resistencia, como las madres del pañuelo blanco. 

La higuera y la higuerita: la jovencita contiene a los siempre jóvenes y la viejita vive y sobrevive a toda costa, llena de cicatrices. 


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