sábado, 25 de septiembre de 2021

UN SAMURAI

 


LA DEUDA

Un cuento de Héctor J. Díaz.


La traición.


Durante el periodo Edo, conocido como el periodo Tokugawa, hacía el final del siglo XVII, Anake Ishi, el samurai respetado como guerrero y comandante de su señor Shagake Suno, daimyo de las tierras septentrionales y señor de los mares del Japón, hecho que lo convertía en el amo de la creciente industria pesquera, volvía triunfante después de seis meses de incursión militar a las ciudades de las tierras altas de la región de Kinki. Esa noche se le rindieron honores y se celebró una gran fiesta para festejar las batallas y las especias y el oro capturado por sus ejércitos, el que engrosaría las arcas y el poder del daimyo.

A la mañana siguiente, los guardias de Shagake Suno irrumpieron violentamente en los aposentos de Anake Ishi, lo despertaron y maniataron como a un delincuente y a la rastra y entre la confusión de los que aún dormían la borrachera de una noche regada de sake, lo llevaron ante el daimyo.

Ingresaron al salón principal del palacio y lo arrojaron a los pies de Shagake Suno, quien no vestía aún sus atuendos de día y solo llevaba su camisón de dormir.

Aún maniatado, sin entender y golpeado, Anake Ishi se arrodilló ante su daimyo en señal de respeto y obediencia.

Shagake Suno lo miró con odio y comenzó a vociferar insultos contra él. El comandante continuó inclinado sin pronunciar palabra.

El daimyo tomó de los cabellos a Anake Ishi y lo obligó a mirar su rostro. Shagake Suno lo volvió a insultar y fue cuando le dijo que lo condenaba a ser ejecutado por traicionar la confianza de su daimyo, y que esa misma tarde sería decapitado, y su familia sería desterrada y todas sus posesiones y tierras serían confiscadas.

Anake Ishi, en posición de reverencia hacia su daimyo, solo dijo que aceptaba con sorpresa pero con resignación la decisión de su señor.

Esto pareció enfurecer más a Shagake Suno, quien entre gritos lo acusó de traicionar su confianza y de violar el honor de su hija, quien había acompañado al samurai y a su ejército durante la campaña en la región de Kinki.

Anake Ishi no solo era un hombre de honor, también era un soldado formado en la templanza y la obediencia, y sabía muy bien que en su deber no estaba cuestionar las decisiones de su daimyo.

Por la tarde fue conducido al patio de las ejecuciones donde lo esperaba el verdugo.

Los oficiales del ejército del daimyo fueron llamados para presenciar la ejecución, y así todos tuvieran muy presente cuál era el precio que debían pagar los traidores a la confianza del daimyo.

Dos de los más valientes oficiales pidieron al secretario del daimyo una audiencia con Shagake Suno, y rogar entonces su clemencia para con su comandante. Shagake Suno se negó a recibirlos. Enterados de la negativa, uno de los capitanes pidió al secretario que al menos se le concediera a Anake Ishi morir como un samurai y no como un simple bandido, para esto rogaron al daimyo que le permitiese acometer seppuku. Shagake Suno le negó tal honor.

Esa tarde se presentó diáfana y muy fresca. Comenzaban a florecer los primeros cerezos y sus aromas estaban presentes en todos los patios del castillo del daimyo. Había un silencio respetuoso pero tenso, cuando el verdugo alzó su hacha y de un golpe, cortó la cabeza de Anake Ishi.


A la mañana siguiente sus capitanes pidieron al daimyo que por favor les permitiese tomar el cuerpo y la cabeza de Anake Ishi para darle una sepultura con los honores de un samurai.

Shagake Suno les permitió hacerse de los restos de Anake Ishi, pero prohibió que recibiera una ceremonia de sepultura con los honores de samurai y ordenó que fuera enterrado fuera de su dominios.

Los capitanes cabalgaron tres días y tres noches llevando consigo los restos de su comandante. Una vez estuvieron seguros de estar fuera de las tierras del daimyo, acamparon. Entonces vieron un peñasco que sobresalía hacia un cañón pronunciado y muy extenso, y pensaron que ese lugar elevado y en contacto con los vientos, sería un lugar digno y adecuado para que descansaran los restos de su comandante.

Una vez decididos, prepararon una sencilla tumba, lavaron con delicadeza sus restos y lo vistieron con las prendas funerarias, luego depositaron su cuerpo y su cabeza en ella. Para terminar la tarea, movieron entre todos una gran roca y la colocaron sobre la tumba. En ella grabaron el nombre de Anake Ishi, y obedeciendo las órdenes de su daimyo, enterraron a su comandante sin los honores de un samurai.

Terminada la dolorosa tarea, se formaron juntos ante la tumba. Ninguna lágrima surcó los rostros duros de esos guerreros, pero sin duda sus corazones lloraron esa triste mañana.

Finalmente, y motivados por su amor y lealtad a su comandante, y sabiéndose hombres de honor, se quitaron sus ropas de guerreros, sacaron de sus alforjas las vestimentas ceremoniales y se vistieron con ellas.

Uno a uno se sentaron frente a la tumba y con gran respeto se dirigieron a Anake Ishi, pronunciaron las palabras sagradas cuyo significado nos está velado a los hombres que nunca tendremos el valor y el honor de pronunciarlas y luego, con pasmosa serenidad, acometieron seppuku.

Un pastor que casualmente pasaba por allí, observaba escondido pero con respeto la ceremonia que los guerreros ofrecieron a su comandante. A la mañana siguiente, volvió con su hijo y entre los dos cavaron las tumbas para esos valientes capitanes. Con respeto lavaron sus cuerpos y los colocaron a cada uno delicadamente en sus tumbas. Encendieron inciensos a su alrededor y finalmente enterraron a los capitanes al lado de la tumba de Anake Ishi.


Mucho tiempo después en la ciudad sagrada de Kyoto, hogar del daimyo, algunos de los nuevos capitanes que no tuvieron el honor de llevar y enterrar a su comandante Anake Ishi, asistieron sorprendidos a la ejecución del primo de la hija del daimyo, al ser descubierto como el verdadero autor de la deshonra de la hija de Shagake Suno.


El tintorero.


En una casa de dos plantas del barrio de Flores, la que poseía un local en la planta baja, Shiro Tanaka y su esposa, llevaban a duras penas el arduo trabajo de una pequeña tintorería de barrio. La crisis del 30 había dejado el pequeño negocio al borde de la quiebra. El préstamo que el banco les había otorgado no había logrado recomponer el pobre desempeño comercial y ahora se acumulaban las cuotas impagas.

Shiro y su esposa trabajaban casi toda la noche para cumplir con los pedidos de limpieza de los dos hoteles que significaban sus mayores ingresos, pero a duras penas podían mantener en pie la tintorería.

Esa mañana amaneció nublada, Shiro no había dormido para poder terminar los pedido de limpieza de los hoteles, y cuando se disponía a despertar a su esposa escuchó sonar el timbre de la puerta de calle.

Sin preguntar, abrió la puerta y dos hombres trajeados lo saludaron cortésmente quitándose el sombrero, le preguntaron por su nombre y acto seguido le entregaron un sobre de papel madera. Se despidieron con la misma cortesía con la que llegaron y partieron caminando por la calle.

Shiro decidió no despertar a su esposa que hacía tan solo un par de horas dormía. Se sentó en el comedor y cansado y apesadumbrado se dispuso a abrir el sobre convencido que era una citación del banco o una orden de embargo.

Sorprendido, encontró una carta prolijamente escrita en idioma japonés y un pasaje en barco a su nombre, con destino a Tokyo.

Su japonés era bastante bueno ya que él descendía de padres y abuelos japoneses que también vivieron toda sus vidas del oficio de tintoreros, y había pasado toda su infancia escuchando hablar japonés a su familia.

La carta en cuestión le solicitaba que acudiera a una reunión en la residencia del señor Tugaki Kobe en la ciudad de Kyoto debido a la urgente necesidad del señor Kobe por saldar una deuda con él.

Shiro despertó a su esposa quien enterada de tan extraña situación le preguntó si sabía de qué se trataba y qué resolvería.

Shiro se dijo para él que tal vez fuera un error y que además no podría acudir y dejar a su esposa sola al frente del trabajo de la tintorería. Allí fue cuando ella le propuso pedirle a su hermana que pudiera ayudarla mientras él resolvía este cobro en Japón, ya que eso tal vez podría ayudar a paliar la situación financiera frente al banco.

La mañana del 30 de abril amaneció fría pero con buen tiempo, Shiro besó a su esposa y agradeciéndole a su cuñada que lo suplantaría en su ausencia, se despidió de ambas y abordó el buque en el puerto de Buenos Aires que lo conduciría hasta el Japón.

El viaje fue largo y Shiro se pasó casi todo el viaje intrigado y preguntándose una y otra vez por la suma de dinero que iría a recibir y qué cosas le dirían o debería decir él. Repasó en su mente todos los protocolos que recordaba acerca de las ceremonias tradicionales japonesas, inclusive llevaba consigo un par de geta que pertenecieron a su padre, para el caso que tuviese que calzarse un par.

Llovía torrencialmente cuando el barco atracó después de veinte días, en el puerto de Tokyo, y se lamentaba de no haber recordado traer un paraguas cuando oyó que golpeaban la puerta de su camarote.

Al abrirla, se encontró con tres hombres perfectamente trajeados que lo saludaron en japonés y le hicieron una reverencia. Luego le indicaron que venían a buscarlo para llevarlo a la residencia del señor Kobe. Dos de los tres hombres tomaron las pertenencias de Shiro y el tercero le pidió que lo acompañara. Subieron a un auto que los esperaba y dejaron atrás el puerto de Tokyo.

Shiro preguntó al hombre que lo acompañaba en el asiento trasero y que parecía ser quien estaba a cargo del traslado, cuanto tiempo les llevaría llegar. El hombre a su lado, en un cuidado y culto japonés que llamó la atención de Shiro, y con mucha cortesía, le indicó que se pusiese cómodo y que le indicara si sentía necesidad de usar un baño o necesitaba beber agua, ya que el viaje tardaría algo más de seis horas.

Sorprendido, Shiro preguntó a dónde estaban yendo. Y su acompañante le indicó que se dirigían a la residencia del señor Kobe en Kyoto.

El viaje fue insoportable. Shiro pidió que detuvieran el auto en cuatro ocasiones. Pero finalmente llegaron a Kyoto, sin embargo atravesaron la ciudad hasta llegar a las afueras en una zona muy agreste, he inmediatamente apareció ante sus ojos una imponente residencia con el increíble estilo japonés del antiguo Imperio.


La deuda.


Al ingresar al palacete le pidieron descalzarse y llevaron sus pertenencias a la habitación que le asignaron, y le pidieron que pasara a un salón contiguo a la entrada. Al entrar, Shiro observó que una importante cantidad de esculturas flanqueaban cada ángulo del salón. Estaba absorto por tanta belleza artística cuando una de las puertas laterales se abrió y comenzó a ingresar una cantidad importante de personas. Shiro contó catorce. Una de ellas le pidió que se ubicara en la punta del salón para desde allí poder observar directamente a todos los presentes. Una vez ubicado, ingresó una última persona. Era un hombre mayor de unos setenta o setenta y cinco años, y todos lo saludaron haciendo una importante reverencia. Shiro decidió que también debía hacer su reverencia y notó que el hombre se acercó a él, se acomodó y se sentó muy cerca suyo. Shiro se sentó y simplemente esperó en respetuoso silencio.

Entonces el hombre que hacía tan solo unos minutos se había sentado a su lado, se paró y se sacó la camisa. Todos los demás hombres hicieron lo mismo. Shiro todavía sin comprender, pudo observar que todos los hombres llevaban sus torsos y sus espaldas y brazos totalmente tatuados. Alguna vez su abuelo le había hablado de los hombres tatuados del Japón. Recordaba que en esas historias, esos hombres no eran personas confiables y que podían ser peligrosas. Y cuando ya empezaba a preocuparse por esa extraña situación, el hombre mayor a su lado habló.

Saludo con una reverencia a Shiro y en un elevado idioma japonés, comenzó a decirle que su nombre era Tugaki Kobe y que el resto de sus hombres aquí eran sus capitanes.

Shiro comprendió que se encontraba entre mafiosos japoneses y eso lo asustó. Intentó tranquilizarse, más para no incomodar a sus anfitriones que para recomponerse.

Tugaki Kobe volvió a dirigirse a él y le dijo que pare él y sus capitanes era un honor que él estuviese sentado con ellos. Y que ahora realizarían la ceremonia del té y en la mañana del día siguiente irían juntos hasta él cañón de Satsama.

Bebieron té en respetuoso silencio y hubo oportunidad de escuchar a una mujer que ejecutó en un tradicional samisen durante más de 30 minutos, piezas musicales típicas del Japón antiguo.

Esa noche casi no pudo dormir.

A la mañana le trajeron el desayuno a su habitación. Y le indicaron que cuando terminase bajara al hall principal.

Una vez en el hall lo condujeron hasta afuera de la casona donde cinco automóviles negros e iguales esperaban con varios hombres parados a sus costados. Invitaron a Shiro a sentarse en el segundo de la fila, al entrar al asiento trasero se encontró con el señor Kobe.

Apenas se saludaron con un gesto y la caravana inició la marcha.

Después de andar unos veinte minutos se detuvieron al pie de una formación rocosa. Todos bajaron de los autos y caminaron hacia un peñasco que se encontraba en una zona muy agreste.

Allí frente a una gran roca se encontraba una mesa pequeña que tenía una prolija servilleta blanca enrollada y dos tazas de té. Los hombres le pidieron a Shiro que tomara su lugar en esa pequeña mesa de espaldas a esa gran roca. Shiro notó que la roca tenía una inscripción grabada en un japonés antiguo, y alcanzó a comprender que allí estaba grabado “Anake Ishi Samurai”.

El señor Kobe apareció entonces vestido con tan solo un delicado kimono de seda blanco que tenía bordado en uno de sus lados unas flores de cerezo. El señor Kobe se sentó frente a Shiro, y le llamó la atención porque el frío era importante, que las ropas del señor Kobe no parecían muy acordes a la temperatura de esa mañana.

Otro hombre se acercó rápidamente y haciendo una gran reverencia entregó un pergamino al señor Kobe.

El señor Kobe, quien parecía no sentir el frío, comenzó a leer en un japonés antiguo y erudito.

Y dijo “Yo Tugaki Kobe, hijo de Yamane Kio, y descendiente directo de Shagake Suno, daimyo de estas tierras septentrionales y señor de los mares del Japón.”

Dicho esto se abrió el kimono de seda y acto seguido desenrolló la servilleta blanca que estaba arriba de la mesa. Adentro había un sable pequeño, lo tomó y levantó su cabeza.

Shiro se asustó pero mucho más lo asustó, y al borde de paralizarse, cuando uno de los hombres que acompañaban al señor Kobe, de unos cuarenta años, con un traje negro impecable, se paró detrás del señor Kobe con una brillante y reluciente katana entre sus manos.

Entonces el señor Kobe, que había levantado la vista hacia Shiro, habló:

“A usted Shiro Tanaka, hijo de Río Takeaki y descendiente directo del comandante de los ejércitos septentrionales, el samurai Anake Ishi, he venido con respeto hasta aquí, para brindarle satisfacción en nombre de mis ancestros.”

Acto seguido y en total silencio, acometió seppuku.

Casi inmediatamente quien empuñaba la katana detrás del señor Kobe, le cortó la cabeza de un solo golpe.

El hombre que había cortado la cabeza del señor Kobe era su hijo mayor, que ese día cumplía cuarenta y tres años.


Totalmente paralizado, Shiro fue ayudado por los hombres a incorporarse.

El hijo del señor Kobe, se acercó a Shiro y con total humildad y reverencia le dijo “Señor Tanaka, si bien mi familia tiene su propio mausoleo en el cementerio blanco de Kyoto, mi padre no se sentía digno de hacer la siguiente petición, la que yo con todo respeto deseo hacer en su nombre: Para mi padre y para mí sería un gran honor que permitiese que sus restos descansen junto a los restos del samurai de los ejércitos septentrionales, Anake Ishi.”

Dicho esto permaneció con la cabeza gacha, y hasta que Shiro dijo “Será un honor, tratándose de un hombre honorable como el señor Tugaki Kobe.”

Los hombres de Kobe, ahora guiados por su hijo mayor, lavaron el cuerpo de Tugaki Kobe y lo enterraron junto a la tumba de Anake Ishi. Finalmente, el hijo del señor Kobe y el resto de los hombres le pidieron a Shiro su permiso para realizar la ceremonia de entierro samurai, que no había tenido, el comandante Anake Ishi.

Shiro asintió con su cabeza.

Doscientos años de ferviente y paciente espera, dieron paso una ceremonia cargada de emotividad y respeto. Cuando la ceremonia terminó, Shiro se arrodilló frente a la tumba de esos dos hombres honorables y lloró.


La otra deuda.


Ya en Buenos Aires y luego de contarle la increíble experiencia a su esposa y a su cuñada, Shiro se dijo que esto le había recordado las enseñanzas de su padre y su abuelo y que al lunes siguiente iría al banco para exponer su situación y aceptar las consecuencias de su mora.

Ese lunes en el banco frente a su oficial de cuentas, recibió la noticia más inesperada. Su deuda y el resto de su préstamo habían sido cancelados hacía ya más de treinta días.

Shiro Tanaka salió del banco y mientras caminaba rumbo a su casa, llegó a una plaza y se sentó en una banca. Allí pensó en respetuoso silencio, en la valentía y el honor de su ancestro Anake Ishi. Y a pesar de saberse un simple hombre y un humilde tintorero, se sintió convencido de que ahora había contraído otra deuda. Una, se dijo, que jamás podría pagar.

El honor de llevar en sus venas, la sangre de un samurai.


Hector J Diaz (mayo 2015)

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1 comentario:

  1. Cuando el valor del honor está por encima de la vida misma. Muy buen cuento.

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