jueves, 2 de septiembre de 2021

LA BATERÍA

 LA BATERÍA


Autor: Sebastián Rogelio Ocampo Furlán. 


Había comenzado a ir de nuevo a la iglesia. Las cosas de la vida. Sentía que ni el psicoanálisis, ni la psiquiatría, ni la literatura iban a salvarme esta vez entonces no había encontrado mejor manera de salir del pozo que acercándome a Dios. Esa mañana yo estaba en la iglesia junto a mi familia. Le agradecía a Dios todo lo que mi papá hacía por mí. Yo había quebrado, un mal negocio, impulsivo, apresurado, y había quedado en la calle. Si no fuera por mi padre que me ayudaba económicamente no tendría con qué darles a mis hijos de comer. Ahora estaba ahí, de rodillas, junto a ellos, Sofía de siete y Felipe de cinco, mi esposa, y agradecía.


Salimos de la iglesia. Nos subimos al auto, un Ford K modelo 2012. Los chicos jugueteaban en el asiento de atrás. Le di arranque al auto y nada. Mi esposa, Yanina, me miró con los ojos abiertos como dos hostias inmensas.


-¿Qué pasa? – preguntó.


-No arranca - dije.


-Ya sé que no arranca- dijo.


-Creo que nos quedamos sin nafta – sentencié, pensé en mi padre, él siempre me salvaba de esas situaciones. -Venía marcando la lucecita naranja de la reserva.


-¿Y ahora?


Dudé en llamar a mi padre. Que se llegara hasta la iglesia y me diera una mano. Pero no. Tenía que intentar algo por mi cuenta. Salí del auto y agarré un bidón con líquido refrigerante que había en el baúl. Lo vacié junto al cordón de la vereda.


-Voy hasta la estación de servicio de la otra cuadra a buscar nafta – le dije a Yanina. Los chicos seguían jugueteando. Hasta les parecía divertido que el auto no arrancara. Qué linda edad esa, pensé.


Le dije al muchacho de la estación de servicio que me llenara el bidón de nafta súper. No sé por qué me entró miedo de que se hiciera una chanchada mezclando los restos del líquido refrigerante que habían quedado en el fondo del bidón y la nafta. Miedo.


-¿No pasa nada que el bidón tenía líquido refrigerante?- le pregunté al muchacho. Él me miró por debajo de la visera de su gorrita colorada.


-Na, no pasa nada – dijo.


La imagen de mi padre volvió a cruzarse por mi cabeza.


Abrí el tanque de nafta y empecé a volcar dentro el contenido del bidón. Parte de la nafta chorreaba hacia afuera. Demasiado.


-Estás tirando mucha nafta afuera- me dijo Yanina que miraba por el espejo retrovisor desde el asiento de acompañante.


Maldije a la vida. Apuré la nafta que quedaba en el bidón y chorreó por todos lados. Me olí las manos. Un olor asqueroso. Fui y di arranque al auto. Muerto.


-¿Y?- dijo Yanina.


Me encogí de hombros.


-Tal vez sea la batería – dije. Salí otra vez del auto. Trastabillé en la vereda. Me metí en la iglesia empujando con desesperación la puerta. Llamé a dos conocidos que me dieran una mano para empujar el auto. Yanina y los chicos que seguían gritoneando con alegría descendieron. ¿Cómo se hacía para arrancar un auto mientras te empujan? Volví a desear con toda mi alma que mi padre estuviera ahí, pero no. Hay que apretar el embrague, poner la llave en contacto y la marcha en segunda, recordé. Suspiré aliviado. Me empujaron y arrancó. Saludé a los muchachos con el brazo en alto. Aceleré varias veces a fondo. Los chicos llegaron corriendo al auto. Subieron junto a Yanina.


Hicimos varias cuadras, el auto fallaba, cada tanto amenazaba a pararse de nuevo. En una loma de burro tuve que frenar bastante y después de un sacudón el auto quedó muerto. Apoyé la frente en el volante. Recé en silencio.


-¿Qué hacemos?- preguntó Yanina.


Sacudí la cabeza como despabilándome de una pesadilla y les dije que descendieran. Gracias a Dios los chicos no se preocuparon, siguieron a las risotadas como si aquello fuera una aventura. Empujé el auto a un costado porque había quedado en medio de la calle. Respiré profundo, las manos en la cintura, miré para todos lados. Venían unos muchachos por la vereda.


-¿Me ayudan a darle un empujón?- les pregunté. Y mientras le preguntaba pensaba en llamar a mi padre. Sentí vergüenza. Los muchachos corrieron hasta el auto y se apoyaron en él como si fueran corredores de cien metros llanos a punto de largar. Me subí al auto, puse el contacto, la marcha en segunda y apreté el embrague.


-¡Pará! ¡Pará! ¡Pará! – gritó uno. Dios mío ¿Qué pasa ahora? Bajé del auto. - Tenés una goma pinchada también – dijo uno de los muchachos. Hicieron bromas sobre mi mala suerte. Les agradecí de cualquier manera y se fueron. Me apoyé en el auto con la cabeza sostenida por mis brazos cruzados. Yanina me miraba desolada como un náufrago que ve un barco pasar de largo. Me temblaban las manos. Saqué de mi bolsillo el celular para llamar a mi padre.


Al ratito vino mi viejo. Los chicos lo saludaron alegres. Besos por aquí, besos por allá. Yanina lo saludó con un abrazo. Mi viejo apareció con su chata y unos cables para cargar la batería. Me puso la mano en el hombro y me preguntó si yo quería que él cambiara la rueda. Le dije que no, quise que la tierra me tragara. Saqué el gato, la goma de auxilio y la llave cruz. Me puse a desenroscar las tuercas. Hacía una fuerza tremenda y no podía hacerlas girar. Recordé que la última vez un gomero me las había ajustado con una máquina automática que las dejaba muy apretadas. Seguí haciendo fuerza, me sentí hinchado, sudado, caliente, y no podía hacer girar la tuerca.


-Papá ¿Quién nos va a arreglar el auto cuando el abuelo se muera?- preguntó Felipe con esa voz tierna y esa inocencia inmaculada que lo envolvía.


No contesté nada, hice una fuerza descomunal y la tuerca giró. Agitado y con torpeza seguí dando vueltas a la llave cruz. Un hombre pasaba en bicicleta. Un perro correteaba por la esquina. Mi padre alzó a Felipe en brazos. Sofía le dijo algo a Yanina y sonrió. A unas cuadras de ahí se escuchaban las campanadas de la iglesia.


Sebastián Rogelio Ocampo Furlán

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