sábado, 4 de septiembre de 2021

MOMENTOS

 

Basándome en esta estimulante frase y teniendo en cuenta que vivo circunstancias agridulces en esta etapa de mi vida, me decido a hacer algún rescate aleatorio de momentos en los que me tocó esa esquiva y fugaz varita mágica que solemos llamar felicidad. Palabra a todas luces excesiva, pero a la cual no podemos negar existencia real e instantánea. 

Sin duda, el que se lleva el primer premio en cuanto a esa sensación fue el nacimiento de mi primer hijo, cuando me suturaban la episiotomía sin anestesia y yo sentía el paso de la aguja y el hilo, pero no me dolía. Estaba en otro plano de la percepción, ajeno al dolor. Algo único, una epifanía, algo sin duda extraordinario, que creo que no volví a vivir nunca más y espero no olvidar hasta el momento de mi muerte.  

Cuando en las prácticas de la facultad hice mi primera extracción de un molar inferior y todo salió tan bien, el nivel de satisfacción y de logro que sentí constituye otro de mis recuerdos imborrables: había traspasado la barrera del miedo que creo que todos los novatos sentimos de hacerle daño al paciente. Lo primero que hice fue llamarlo a mi papá por teléfono y contárselo. Se reía.  Un momento. 

Cuando me mudé con mi marido y mi hijo Camilo muy pequeño a Villa La Angostura, y tuve una casa en medio de ese paisaje abrumador de tan bello, a través del cual iba caminando hasta el hospitalito a un trabajo seguro, es otro recuerdo maravilloso. Había traspasado la barrera de la inseguridad en cuanto a casa y comida para mi familia. (Siempre desempeñé el rol de persona proveedora, nunca esperé mucho de mis parejas).

Y luego están esos momentáneos e inexplicables momentos de placer estético muy parecidos a la "felicidad". Como cuando iba caminando por una calle de Madrid y de golpe vi, en un oscuro callejón, como un rayo de sol se las había arreglado para colarse por un escueto triángulo y lánguidamente se dejó caer sobre un contenedor de basura, volviendo verde lo que era gris. Una instantánea y urbana belleza. 

Armar las vías del tren eléctrico en el living con mi  hermano era una auténtica gozada, más allá de cualquier muñeca Mariquita Pérez, así como manejar a "toda velocidad" el coche verde a pedales por la vereda de la calle Cangallo, en Temperley, turnándonos con Mario Aníbal al volante del vértigo. Esa felicidad absoluta que sólo existe en la niñez. 

Las risas y la sensación de "chancho en el chiquero" en las reuniones familiares y de amigos en la casa de Stellita Botti son incomparables en cuanto a secreción endógena de endorfinas. Mate, café, vino y comidas a raudales, aunque nada comparable a la pura conspiración en estado público, al puro compinchismo. Carcajadas en cascada. ¿Acaso esto no es un tipo de felicidad? "La risa, remedio infalible" era una sección infaltable del Reader's Digest que, sin duda, tenía razón. Momento de alegría sana y terapéutica. 

Cuando los veo a ellos dos jugar al ajedrez, de noche, en el porche iluminado, mientras los demás picamos algo, en medio de un suave rumor de conversaciones, con el ganso Cuaco en su Lagunita y el gato Bartolo merodeando felinamente, me invade un bienestar y una paz donde todo parece armonizar y deja este recuerdo de un momento. Y lo mismo me pasa cuando estoy leyendo en mi sillón reclinable, mi hija Cuyén armando el interminable puzzle y Miguel comiendo mientras mira la tele sin sonido, como es su costumbre. Hay aromas de paz. 

Pintando con niños. Cautivador. Especialmente con Estefanía o con Lucía, dos niñas extraterrestres; me embarga una ternura y una calidez incomparables, cuando tenemos esas confidencias quedas y al azar, mientras coloreamos dibujos infantiles. Como decía Picasso: "se necesita toda una vida para pintar como un niño". 

Algo muy placentero es sentarnos en una cafetería con mi antigua amiga Cristina, a rememorar hechos y personas del pasado, con nostalgia pero sin melodrama, mientras el mar y la arena van cambiando de color y el sol va retirándose a dormir.
 
Y hablando de mundos oníricos, recuerdo a mi nieto Adrián, en el ranchito de El Puerto de Santa María, muy pequeño, aferrado a un biberón y pidiendo por su mamá, para, al final, conformarse, darse la media vuelta en su camita y dormirse, bajo mi mirada enamorada: momento fugaz y recuerdo perenne. 


Oscar Arraiz, gran amigo y mejor persona, fue el médico que trajo a dos de mis hijos al mundo y que, al morir trágica y prematuramente, dio su nombre al hospital de Villa La Angostura, en Neuquén. Había rebautizado al más pequeño de mis hijos, Alejo Sebastián, con un "alolejos", como una premonición de lo que sería su vida de adulto lejos de España. 

La tristeza de tener a mi hijo Alejo lejos también puede convivir con una felicidad de saber que él ha sabido volar y armarse una vida mejor a muchos kilómetros de distancia. Y, de paso, dejar que los demás también sintamos ese alivio de que no haya un testigo de nuestras metidas de pata o contratiempos, cuando los amargaban a él más que a nadie. No ser testigos nosotros de sus metidas de pata o contratiempos, también es una sensación de paz; de dejar al otro que tome sus decisiones sin presiones.  Los padres, muchas veces, queremos vivir la vida de nuestros hijos y creo sinceramente que eso es un error. Dobles posibilidades de preocuparse o de alegrarse, aunque lo que abunda es lo primero, sobretodo cuando los años avanzan implacables, como dice Cortázar. 

Volver a caminar normalmente, conducir mi propio coche y recuperar mi autonomía fue otro momento de dicha, luego de la operación de cadera. El simple hecho de poder cargar la gasolina por mí misma y mojarme los pies en la arena me generaba una sonrisa y así se lo contaba por teléfono a mi amiga Marta, querida Martita, la elegante bailarina de tango.  

Las otras hijas, mis plantas, me llenan de placer cuando las veo crecer, florecer y luchar por su supervivencia entremedio de plagas y vientos despiadados. Cada día una hojita nueva, un brote trémulo, un pimpollo saludando al mundo. Una maravilla. 
Brisa de poniente, horizonte de colores imposibles, Venus despertando...un momento, sólo eso. 

"Algunos instantes se quedaron conmigo toda la vida. Porque la eternidad no es más que un vicio, luz que se enciende de a ratos" JORGE CURINAO.

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