viernes, 6 de mayo de 2022

ESCLAUZELZ

 ALBERTO VICENTE DELFINO

Marzo 2018

Esclauzelz

Esclauzelz es un muy pequeño caserío, apenas 156 habitantes en un puñado de casas medievales de piedra bruñidas por el tiempo, dispersas en la campiña del sur de Francia, en el Midi-Pyrénées, rodeadas de lomadas muy verdes y surcadas por arroyos de aguas cristalinas que se precipitan en torrentes desde las cumbres que se observan en el horizonte, todavía nevadas en esta primavera, recién llegada.

Como si fuesen manchones de nieve sobrevivientes del severo invierno, los manzanos cargados de azares salpican de blanco los campos verdísimos, jaspeados con pinceladas amarillas por infinitas flores silvestres de “Dientes de león” 

Después de ponerse el sol tras aquellas cumbres blancas, al sereno y con un frio que penetraba nuestras camperas de cuero como si estuviesen hechas de gasa, el firmamento ofrecía un contraste irremediablemente atrayente, ya que, por la luna nueva y la ausencia de luces en el campo, la oscuridad nos rodeó con su negrura haciendo más luminosos los astros del cielo.

Unos días antes, había visitado el museo de Orangerie de las Tullerias, en Paris, pero solo en esa noche, donde el frio seco la hacía transparente y diáfana, realmente comprendí la intensidad de la obra de Monet, porque la Vía Láctea semejaba una cascada de flores pintadas, inclinándose por su propio peso hacia un abismo inefable.

Ciertamente, ese cielo semejaba el jardín de la casa de Monet en Giverny donde el pintor creo su propio universo de flores que formaban grupos muy densos extendiéndose por los caminos de grava y abriéndose paso más allá de los bordes, desdibujando los propios límites de sus atiborrados canteros.

Así se observaba Andrómeda, nuestra galaxia vecina, como un universo entero de luz, juntando infinitas estrellas, formando un amasijo denso de puntos luminosos, extendiéndose por los caminos del cielo y abriéndose paso más allá de las fronteras de nuestra imaginación y de nuestro asombro.

Era la primera vez que observaba el cielo nocturno del norte en una latitud tal elevada, sin embargo, con la ayuda de una simple carta celeste y la estrella polar conseguimos ubicarnos correctamente en la esfera boreal.  Muy cerca del cenit, estaba la Osa Mayor, girando muy lentamente sobre su estrella Polaris, “La Cacerola” como la llaman los franceses.

Luego, José, Federico, Richard y yo, observamos en el cielo a Cygnus, Cassiopeia y Auriga. 

Pero dominando el cielo, nítido, soberano y más soberbio que nunca, brillando como si no tuviese otra cosa que hacer, más que deslumbrar, el disco divino de Júpiter destacaba en esa noche en los Pirineos, igual que en la antigüedad, su divinidad soberana, reinaba en la bella Grecia. A esa deidad helena dirigí el objetivo del pequeño telescopio. Pronto aparecieron en el ocular los colores de las bandas de Júpiter y su gran mancha roja, luego observamos claramente como las lunas medicianas, componían todo un mundo de colores y de luces para nuestro asombro y regocijo.

Nuevamente recordé el jardín de Giverny y el mundo que Monet, allí compuso, donde los colores acaban con las formas, pues las leyes del tamaño, de los cuerpos y de la luminosidad toman sentido a través de sus pinceladas aparentemente caóticas, sin embargo, con ellas, Monet nos devuelve la razón y la cordura, surgiendo en los vastos murales, nítidamente, el estanque, los sauces, el puente levemente arqueado y los exóticos nenúfares en flor, en una composición simple y simétrica representando la síntesis más acabada del impresionismo francés.

Dentro del impresionismo, lo fascinante de Monet en particular, es que solo pinta manchas de luces y colores en un lienzo plano, sin embargo, los cuerpos están ahí, solo para manifestar el cielo en nosotros. Su propósito envuelve nuestros sentidos con su luz, para darle forma a la manera de percibir la armonía del cielo en esta noche estrellada de Esclauzels.

Detrás de las manchas y las formas en la pintura de Monet, existe un cosmos, como lo definieron los griegos, en especial Pitágoras, quien afirmaba que existe un orden, un flujo del cual todos formamos parte, una voluntad común que nos transforma en unidad, una inteligencia que nos preserva del miedo de sentir que existe una separación entre nosotros y el universo.

La noche estrellada de Esclauzels era un lienzo de Monet incompleto y nuestra presencia lo completaba, fuera nuestro, no hay firmamento eterno, ni estrella inmutable, ni realidad alguna.

La naturaleza tiene la necesidad de volverse transparente a la razón humana, padece y disfruta a la vez, la extraña necesidad de que, sin nuestra contemplación, ella no existe, necesita extendernos sus razones para que formemos parte de ella, ese es el propósito de Monet, su arte es una especie de extraña complicidad entre el hombre y el universo.

En el museo Orangerie, llamado con justicia, la Capilla Sixtina del impresionismo, Monet pintó el agua sin horizontes ni orillas, creando la realidad de una totalidad sin fin, los hombres de todo el mundo la visitan para completar esa realidad, igual que el cielo nocturno de Esclauzels donde el universo y el hombre comparten su voluntad, su inteligencia y su razón.

                   Alberto Vicente Delfino. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario